Serpientes
Es un hecho conocido, según se me dice, que las personas que van a los zoológicos o bien se dirigen directamente al serpentario o bien evitan ese lugar como si de la peste se tratara. Francamente, no estoy seguro de cuál es mi postura sobre esta cuestión. Cuando tenía 10 años estaba en África del Sur, en una zona supuestamente plagada de mambas negras, pero únicamente me tropecé con una serpiente, y era una simple cría de la víbora Bitis arietans, que me hizo salir a toda prisa de un bosque. Por otra parte, no sé qué estragos pueden causar las serpientes en las psiques de algunas personas. Tuve una amiga en África del Sur -llego a pensar que fue mi novia- y, tratando de imaginar algo para divertirla, la llevé conmigo un sábado al Durban Snake Park. Ahora el Snake Park es, más o menos, lo que dice su nombre un espacio abierto con uno o dos árboles rodeado por un estrecho foso lleno de agua más una pared lisa para evitar que sus habitantes se salgan trepando por ella. A la hora de alimentarlos llegó un tipo con polainas y guantes de cuero llevando un cubo grande lleno de ranas y distribuyó las golosinas al surtido de víboras Bitis, cobras, serpientes elápidas de cuello aniIlado y colúbridas de color verde (Dispholidus tipus), que habían empezado a sentir un poco de gazuza. Lo que mantenía ocupados a los espectadores haciendo apuestas era ver qué clase de rana duraba más tiempo, si las introvertidas, que permanecían quietas como muertas y pretendían ser piedras, o las de la clase más atlética y extrovertida, que saltaban alejándose de un peligro sólo para encontrarse convertidas en un apetitoso bocado de alguna espantosa cobra en la que no habían reparado. Me parece recordar que aposté por las ranas astutas, que ponían rumbo al foso y hacían todo lo posible por imitar a los submarinos. No es que esto les ayudara mucho, porque siempre había una o dos serpientes nadando en círculos, y al final... De cualquier manera, por volver a mi novia, apenas habíamos ocupado nuestro sitios entre los jugadores cuando una víbora Bitis asomó la cabeza y lo que en cualquier otra criatura serían los hombros por detrás de un arbusto, y tuve la fortuna de agarrar a la pobre chica antes de que se diera contra el hormigón. Desmayada, la saqué de allí, y no recobró el conocimiento hasta que la hube abanicado un poco. Por supuesto, rompió nuestro compromiso. Digamos que no soñaría en casarse con un tipo tan insensible como yo. Recordándolo, puedo ver que existía un motivo psicológico más profundo que no tenía absolutamente nada que ver con las serpientes. Sin embargo, me faltó poco para casarme con alguien que no habría entrado en un serpentario.Un ejemplo de alguien que hubiera entrado precipitadamente en un lugar así sin marearse tiene que ser la primera señora Sharpe. Recuerdo con demasiada claridad el día que le regalaron la serpiente pitón. Era una pitón de bastante buen tamaño, y que me condenara si iba a dar gusto al público manejando esa cosa. Pero ella sí lo hizo. Quiero decir que lo hizo realmente, y llegó a salir a la calle con la criatura mansamente enroscada alrededor de su cuello como si no hubiera nada más normal que una bufanda de sangre fría. Creo que ése debe haber sido el día en que supe que nuestro matrimonio tenía que acabar. Pude ver que yo había asumido una responsabilidad bastante mayor que la de mi matrimonio.
Pero incluso su disposición a usar serpientes como prendas de vestir parece haberse visto superada aquí. Cuando uno entra en el serpentario del zoo de Londres, el observador agudo reparará en una lista. Dos en realidad; cada una de ellas, con los nombres de las personas que han adoptado toda clase de reptiles, desde caimanes hasta escincos. No me pregunten por qué alguien puede querer adoptar una serpiente extremadamente venenosa, particularmente una como la víbora de Gabón, que puede matar con una simple gota de veneno, alcanza los dos metros de longitud y llega a pesar hasta nueve kilos, y por añadidura es absolutamente espantosa. Pero la gente la adopta. Incluso más alarmante todavía es la ignorancia mostrada aun por los más eminentes amantes de las serpientes. Tomemos el caso del doctor K. P. Schmidt, del Chicago Field Museum, y de quien diablos le envió en 1957 una serpiente colúbrida de color verde (una Dispholidus) para su identificación. Ahora cualquier tonto de remate de África del Sur podría haber dicho al doctor Schmidt que estas serpientes son venenosas. Incluso mi Enciclopedia británica de 1929 lo dice así, pero el doctor Schmidt no había hecho, evidentemente, sus deberes, y fue debidamente mordido por esta irritada serpiente con los dientes del veneno sin desactivar. De acuerdo con la tarjeta colgada en el exterior del domicilio de este tipo de serpientes en el serpentario del zoológico de Londres, el doctor Schmidt murió a las doce de la noche e hizo una relación de todos sus síntomas hasta que falleció. Ello merece la corona de la devoción a la ciencia. Pero incluso esto no convenció a nadie de que las serpientes Dispholidus eran mortales, y durante algún tiempo después todavía se estuvieron vendiendo en las tiendas de animales en el Reino Unido y Estados Unidos. Obviamente, a algunas personas les lleva mucho tiempo aprender.
De cualquier manera, yo estaba contento de ver que nadie había adoptado mambas, ni negras ni verdes. Su reputación llegó antes que ellas. El aviso que cuelga en el exterior de los hogares de las mambas negras en el serpentario del zoo de Londres tiene que admitir que frecuentemente atacan, que se sabe que una mamba negra mató a los cinco miembros de una familia en Natal y que pueden andar por el campo a la velocidad de 18 kilómetros por hora. Pensé que era gratuito añadir que cuesta abajo pueden ir incluso más deprisa. En África del Sur se decía que una mamba podía mantenerse al ritmo de un caballo al galope. Yo no lo discutiría.
Sí discutiría, por otra parte, con el tipo que concibe la sección que se ocupa de los efectos de las picaduras de las serpientes. Las fotos en color se cuentan entre las más horrorosas que he visto en toda mi vida y han bastado para convertirme en una de esos millones de personas que evitan entrar en un serpentario como si de una peste se tratara.
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