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Tema de espadas

A poco que se piense habría de convenir que el zarandeado asunto de la mili no resulta mal, siempre y cuando esté uno de acuerdo con las dos o tres cuestiones básicas que presupone. Una, que el Ejército es, esencialmente, el pueblo armado y entrenado. Dos, que todos debemos hacer algo por el bien común. Y tres, que es el propio pueblo quien tiene, llegado el caso, que defender a la patria. Si se cree en esas tres premisas, resulta de todo punto natural que un ciudadano gaste un año de su vida en prepararse militarmente. Item más, si, como se predica, la mili es escuela de moral, honor y disciplina. Lo que ocurre es que cuanto decimos viene a ser cuestionable, no ya desde la acracia militante -a la que un demócrata tampoco puede hacer ascos-, sino desde la más convencional y libre opinabilidad ciudadana.¿Es el Ejército el pueblo armado y entrenado? Bien se puede considerar, al contrario, que así como hay especialistas en todas las cuestiones vitales, el Ejército, no ajeno a ellas, debe estar formado -mientras no tenga más remedio que existir- por un grupo de expertos y peritos en lucha, armas y defensa. Un Ejército donde todos sean profesionales, y no sólo los mandos. Porque ¿de qué sirve una cohorte de involuntarios, de personas que no sienten la milicia, y son llevados a ella por ley y orden? Un Ejército tal puede suministrar muertos honorables en una guerra, pero no buenos combatientes. A un piloto de aviación no se le obliga a ser arquitecto, y en una sofisticada guerra moderna (enunciado ya per se horrendo e intolerable) ¿qué pintarían los pobres soldaditos sin pericia? ¿Ejemplos de heroísmo? ¿El rojo emblema del coraje? Que un hombre sea capaz de hacer surgir, en una guerra, temples y actitudes impensables en su carácter, superándose a sí mismo, no es razón para constreñir a todos. Al exceso nadie está obligado. Y además, si el Ejército es el pueblo, ¿cómo no hacer participar a las mujeres? En un Ejército tecnificado -donde la mera fuerza física tiende a contar menos-, el papel de la mujer sería cada vez más grande. Pero aunque sólo lo he dicho de pasada y como caso más extremo, ¿por qué no podría un ciudadano lícito y honorable dudar de la conveniencia misma de un Ejército? ¿Supone un alto grado de utopía, una desubicación de las realidades de hogaño? Ciertamente. Pero, sin el pensamiento idealista y radical, la sociedad se habría movido a pasos de tortuga. Por eso es natural la objeción de conciencia, y no debiera sorprendernos su crecimiento. Ya que no es sólo natural la objeción absoluta -no querer aprender a matar-, sino la que pudiéramos tildar de relativa: no estar conforme con la vigente idea de Ejército.

Parece irrefutable el que, socialmente, todos debamos hacer algo por el bien común. Pero ¿en qué, cuándo y hasta dónde? Algunos pensarán que con pagar religiosamente sus impuestos ya dan a la comunidad lo que le pertenece. Claro que por sociedad entendemos un cuerpo etificado, en el que caben las nociones de bondad, altruismo y sacrificio. Y así, si la sociedad

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es un organismo ético y no una mera congregación masificada de individuos, se entiende que nuestra aportación a ella no puede ser sólo material, sino moral asimismo. De ahí que, para los defensores de la mili, el soldado dé, sobre todo, su disponibilidad y su amor a la patria como empresa colectiva. Pero ¿por qué debo dar mi dedicación a las armas, y no sirve mi propio trabajo, mi vocación, no remunerada, o pagada a rasero de servicio social, durante un año? ¿Cuando uno ejerce su propia actividad no está sirviendo al bien común? El teniente en el Ejército, el catedrático en su cátedra y estudiando el estudiante. Y si hablamos de entrega, de abnegación, de practicidad social, ¿no dan más el donante de sangre o el voluntario de la Cruz Roja? Y ¿no se debiera elegir el lugar, la época -aunque fuera dentro de unos límites- y hasta el cuerpo o la actividad en la que prestar servicio? La prestación social que hoy hacen -o comienzan a hacer- los objetores de conciencia debe ampliarse en edades y concepto, llegando hasta el punto de considerar si, como he dicho, no sirve la propia actividad como dádiva al común. Pero ¿y si hubiera una guerra? ¿No estamos todos llamados a defender el territorio? No sirve decir que la guerra es absurda cuando es real. Decía Cicerón: "Silent leges inter arma" (entre las armas, las leyes enmudecen). ¿No enmudecería, en caso grave, esa posibilidad de servir cada uno al bien común según dedicaciones y apetencia? Es muy posible que en una necesidad extrema casi todos debiéramos ser militares, pero no mediante mera leva. Estaría el Ejército profesional, los ciudadanos que voluntariamente se uniesen, y quienes tendrían que hacer -por carácter- otros cometidos. Y aun esa idea de guerra de pueblos (frente a terrorismo o guerra de escarceos y guerrilla) ¿no está, de alguna manera, en retroceso, porque la crueldad se prefiere al heroísmo, y la tecnificación del asesinato niega el movimiento moral de las tropas? Y por cierto, muy poco tiene que ver la modesta mili con una guerra abierta. Casi el ciento por ciento de los que pasaron por el servicio militar tendrían -llegado el caso que volver a entrenarse de nuevo. Y aún quedaría otra pregunta, sosegándonos. Tratándose de muerte, ¿no primaría la conciencia individual sobre lo colectivo? O hablando en términos extremos, ¿no puedo exigir ser enfermero en lugar de artillero? Creo que sobran las razones para desarticular (al menos desde el derecho individual) el servicio militar tal como hoy se ejerce. La aportación colectiva o cívica no tiene, evidentemente, que pasar por el Ejército, y un cuerpo de profesionales siempre sería mejor que un grupo de ni siquiera aficionados. Pero reconozcamos que, en tiempo de paz -como se dice en los cuarteles-, la mayoría de los jóvenes no se plantearía estas cuestiones. La mayor parte estaría dispuesta a acudir un año o seis meses al servicio militar si la mili se dignificase y cambiara. Si se volviera más útil y democrática. Me explico. Casi nadie desea la mili, porque ésta (más allá del uso de las armas, en abstracto) da miedo. No se siente como un período de aprendizaje y servicio, sino como una servidumbre. De mí recuerdo que los días previos a mi militarízación andaba muy nervioso y no dormía. Tenía la sensación de ir a entrar en un presidio donde todo derecho individual sería negado. Y aunque no es tan fiero el león como lo pintan, a mi temor no le faltaban razones. La disciplina llevada a irracionalidad y el escalafón convertido en totalitarismo son razones que suelen convertir a buena parte de los reclutas -que ya acuden al cuartel a contrapelo- en claros antimilitaristas. ¿Por qué se entra a los comedores, por ejemplo, corriendo, a paso de marcha? ¿Por qué se puede pegar a un soldado que no hace bien la instrucción o que no atiende en una teórica? ¿Por qué quejarse a un superior desacredita y el soldado -salvo casos muy graves- siempre tiene menos razón que el sargento primero? Pasé por los cuarteles en la última época de la vida de Franco, y si poco ha cambiado ese terreno -y me cuentan que poco ha cambiado, que incluso la guerra es más dura-, la experiencia militar solía ser descorazonadora. Tenía uno que dedicarse a lo que no quería, y por si ello fuera poco, no rechistar y de continuo bajar la cabeza. Si a esto -y a cientos de pequeños ejemplos de autoritarismo y desidia- se añade que el recinto y el aura del cuartel hacen brotar en los reclutas el más salaz y brutal machismo, con gamberradas y dominio del más fuerte, que los bajos mandos no suelen aborrecer, ¿qué queda? ¿Es la mili, tal como se hace hoy, escuela de moral, honor y disciplina? No, puesto que esa disciplina casi nunca es razonada. Entlendo -y aun admiro, aunque no lo comparta- a quien sueña en una milicia ejemplar, alta idealización de Esparta. Pero ¿qué tiene ello que ver con lo que he conocido? De armas apenas se aprendía, y el oficio mayor era el sometimiento. Aunque me acuerde también de cómo se paró la mano de un teniente muy pegón cuando fue a zarandear al hijo de un conspicuo personaje del Régimen. Entonces fascinaban los enchufes, y uno lo agradecía porque eran lenitivo. Mas al salir de la mili, la sensación era de liberación, de cadenas rotas y de tiempo perdido. Vi a chicos que de verdad sufrían.

Supongo que el tema de la mili -por múltiples motivos- Regará al consenso factual de los partidos políticos. El Ejército debe ser profesional. Y la mili, optativa y nueva. Bien que cambiar ese tiempo militar será como haber cambiado la sociedad española, su humus, su caldo de cultivo, y haber logrado así un pueblo más civilizado, más sano y más libre. ¿Antimilitarismo? Mejor, eficacia y justicia.

Luis Antonio de Villena es escritor.

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