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Reflexiones electorales

Juan Luis Cebrián

La insistencia de los sondeos en proporcionar al PSOE la mayoría absoluta en las próximas elecciones, y la persistente miseria intelectual de la vida pública, amenazan con convertir la próxima campaña en una aburrida colección de improperios, en los que la mala educación brilla en ausencia de todo ingenio. Si bien se mira, las propuestas de los partidos - en el poder o en la oposición - no responden tanto a programas como a propuestas. Y éstas suenan demasiadas veces a la improvisada palabrería de las agencias de imagen o los creativos publicitarios. De entre ellas sobresale, no obstante, por su concreción, la de reducir la mili a tres rneses, aunque viene arropada más por la oportunidad que le bninda a Suárez de arañar votos entre los varones jóvenes que por ninguna teoría -buena o mala- respecto al papel del Ejército en la sociedad democrática o respecto a la Defensa y, nuestros compromisos internacionales en materia de seguridad. La mínima controversia sobre este tema parece haberse centrado sólo en si es más caro o más barato un voluntariado militar y, en todo caso, sobre si un ejército de profesionales no resultará más propicio a golpes y pronunciamientos como el que ya vivimos, precisamente ba . o un Gobierno de Suárez. Pero casi nadie se atreve ya a hablar de los principios, sean cuales sean: ni los que en tienden que es un deber, cuasi sacro y desde luego constitucional, servir en armas a la patria y que el Estado tiene derecho a reservarse en este sentido una porción ele la existencia de los ciudadanos; ni los que creen que ese derecho es en realidad un abuso y que la leva obligatora en tiempo de paz sólo indicauna humillación obligada frenteal privilegio del poder.Es este problema de los principios, la abdicación que de ellos se ha hecho y el oportunismo inmaduro que ha generado dicha actitud entre la clase política, lo que reside, a mi juicio, en el fondo del debate, de la ausencia de: debate más bien, que esta misa. mayor de la democracia, que son las elecciones legislativas, nos ofrece. Conviene no culpar a los líderes y a los partidos de todo lo que sucede. El margen de maniobra que tienen es muy estrecho, y sus posibilidades de ofrecer una política diferente, una alternativa, tan escasas y matizadas que escapan a la percepción de la masa. Es mentira que nos hallemos ante propuestas distintas de modelos de sociedad, pero incluso lo es que las políticas prácticas que se vayan a aplicar -en uno u otro caso- difieran en gran cosa. La desesperación de la derecha ante el anuncio de una nueva mayoría socialista no emana del contenido de la política que el PSOE realiza, sino de que sea precisamente el PSOE quien la practica. Y la irritación mesiánica de la izquierda ante lo que considera la traición socialista a sus propios principios se ve desamparada por el derrumbe ideológico del comunismo y la defenestración del criterio básico que lo alumbraba: la propiedad pública de los medios de producción.En medio de este panorama, los socialistas discurren con bastante tranquilidad. La ausencia de divisiones entre ellos, frente a la multiplicación de las que existen en la oposición, combinada con algunos resultados brillantes en la economía y en la acción exterior, parecen encaminarlos -sin remedio para los demás- a la mayoría absoluta. No es que ofrezcan un programa mejor, sino que guardan mayor disciplina en sus filas y significan la estabilidad. Han sido los autores de la normalización democrática y reúnen todos los ingredientes de populismo y respetabilidad que los impulsos conservadores de la masa aprecian. De manera que la fúerza del PSOE reposaprecisamente en la famosa mayoría natural a la que aspiraba a representar la derecha. A lo largo de los últimos años, el voto socialista se ha hecho así menos urbano y menos joven, pero lo que ha perdido en dinamismo lo ha ganado en solidez y perdurabilidad.

Este pragmatismo grosero en el que nos vemos envueltos, junto a la escasa movilidad del mapa político y a un sistema de representación que deja en manos de un puñado de mandar¡nes la vida del Parlamento y las instituciones, justifica, por otra parte, la fuga de cerebros que la clase política padece y, también, el creciente desinterés de los jóvenes por los ritos del sistema. Para nada pienso que eso signifique un desapego hacia el disfrute de las libertades que la democracia comporta, sino más bien hacia los mecanismos y engranajes de un poder que funciona cada vez más de espaldas a las demandas de los ciudadanos. Hay un desencanto legítimo respecto de la capacidad del Estado moderno para dar respuesta a los problemas de organización social y redistribución de bienes que los pueblos tienen planteados. La víctima de ese desencanto no es un partido en particular, sino el papel que todos ellos desempeñan en una obra de dudoso atractivo para el espectador. Eso explica la privatización de muchas conductas y la profe sionaliz ación acentuada de la política. En definitiva, se trata de situar a ésta en su sitio. La democracia representativa es efectivamente, hoy más que nunca, el sistema menos malo de autogobierno de los pueblos. Pero los intentos globalizadores de la realidad que los líderes desarrollan desde su pretendido magisterio me parecen histriónicos. La vida delas democracias está sometida a infinidad de decisiones e impulsos que ni pasan ni tienen que pasar por el Congreso de los Diputados.

De manera que, con todo esto, muchos ciudadanos decidirán no acudir a las urnas el próximo día 29, y otros se aprestarán a hacerlo con una mano en la nariz, para votar por quien su mente ordena aunque lo rechace su corazón. Personalmente, me encuentro entre los que piensan que votar no exige un esfuerzo desusado y que el no hacerlo de manera masiva comportarla riesgos mayores para la salvaguarda de importantes parcelas de libertad de las que disfrutamos. Pero también creo que conviene ir despojando a este acto de la sacralidad trascendente con que las generaciones que padecimos la dictadura acostumbramos a revestirlo. La existencia o no de urnas libres marca decisivamente el destino de los pueblos. Pero, en una democracia estable, las elecciones no tienen por qué suponer un hito memorable en la historia. Son un acto necesario, pero rutinario también. 0 sea, que anunciar con tintes milenaristas que con ellas comienza toda una década, como indica la propaganda gubernamental en favor del voto, no sólo constituye un fraude: es, sobre todo, una tontería.

Nada de eso justifica, por lo demás, el abandono de los principios, la fuga de toda reflexión sobre el devenir social. Estas elecciones podrían haber sido la ocasión de plantearse algunos interrogantes sobre la España de las autonomías (incluida la organización federal del Estado), la persistencia de monopolios privados y públicos o la meficiencia de la Administración, entre otras cosas. La droga, los derechos de las minorías de todo género, son cuestiones también tan preocupante-S o más que la del servicio militar. Y podríamos discutir si hay que reformar o no la Constitución, de la que emana un sistema de representación política repleto de carencias. Si las gentes supieran que de ese debate iban a salir nuevas iluminaciones ynuevos líderes, que el aparato iba a dar respuesta a alguna de sus demandas más elementales y cercanas -desde el funcionamiento del teléfono hasta el de los ambulatorios- y que no se iban a limitar a poner en sus escaños a un buen número de diputados cuneros dispuestos a decir amén a todo lo que indiquen los sacerdotes de sus partidos, el fantasma de la abstención sería menor y las instituciones ganarían en vigor e interés. (Con lo que, paradójicamente, nos daríamos cuenta de que Parlamento y partidos son esenciales para el funcionamiento de la democracia, aunque no agoten en absoluto el significado de ésta; o sea, que no es contradictorio que los socialistas ganen la elecciones ahora, después de haber perdido la calle hace un año en ocasión de la huelga general.)

Pero ninguna de estas meditaciones parece posible en un ambiente abrasado de oportunismo y de crispación. Si la derecha se hubiera empleado estos años atrás en un replanteamiento serio de la estrategia, huyendo del fulanismo al que nos tiene acostumbrados y construyendo una oferta posible y creíble para los ciudadanos, a lo mejor estas elecciones no se anunciaban otra vez con el sonido del rodillo socialista apisonando el suelo. Por otro lado, es una estupidez decir que ese rodillo lo ha arrasado todo. Felipe González llega a estos nuevos comicios con un impresionante capital político en su haber: heredó un poder inestable amenazado por los militares, y hoy España es una democracia sólida, instalada en Europa y protagonista de un despertar económico sin precedentes. Es desde la aceptación de esta realidad -y no desde la desesperada negación de la misma- desde donde la oposición podría haber planteado su batalla. Porque los éxitos indudables de González no le dan derecho a gobernar este país para siempre. Y son más bien los fracasos y las torpezas de sus adversarios los que una y otra vez le entregan la victoria.

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