_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Carmen

No diré, desde luego -como Napoleón decía a sus ejércitos que todo buen soldado llevaba en la mochila un bastón de mariscal-, que toda mujer tiene en la cocina un escaño de parlamentario. Al contrario, trato de situar la candidatura de Carmen Romero a las Cortes dentro de una rilayor racionalización de la sociedad política española con respecto a las mujeres. Lo cual es un avance, a simple vista, válido para todas, en una Europa donde la balsa femenina corre un creciente riesgo de asernejarse a la de la Medusa.En esta sociedad del espectáculo, en la cual la comunicación es tan uniforme que es como si viviéramos en una aldea planetaria, la aldea, como cualquier aldea que se respete, anda hoy revuelta porque una mujer española de 42 años, madre de tres hijos y esposa del jefe del Gobierno, se desprende de su resplandeciente tchador de mujer poderosa por delegación matrimonial y pasa a la lucha política a cara descubierta. Aunque no afirmo que sea inútil para este fin llevar el apellido González y el caso Carmen Romero nazca incluso de la celebridad y no del anonimato, lo más destacado es otra cosa: que la voluntad de independencia de una mujer se manifieste a ese nivel. No veo en ello contradicción. Carrnen hasta podría parecer una especie de ángel vengador. Mientras que el hombre italiano, alemán y español ha enseñado lastimeramente la virtus del "domus mansit lanam fecit" (como teorizaba Evola, el teórico de Mussolini), ella invierte de pronto la imagen antigua y se lanza al compromiso público. En este siglo nuestro, por lo demás, bastantes mujeres que admiramos han subido al poder en nombre de padres y esposos asesinados por la barbarie política, como Corazón Aquino, Benazir Bhuto, Indira Gandhi y, en tiempos, la señora Bandanareike. Esto les parecía muy bien a todos, y además se producía en el remoto Tercer Mundo subdesarrollado. El que después esas mismas mujeres hayan demostrado excepcionales cualidades de cerebro y corazón se ha tenido por secundario, pues lo esencial, comúnmente aceptado, radicaba en su status de viudas y huérfanas. Lo que hoy le resulta intolerable a la aldea es que esta condición anormal no se dé, y hasta que se produzca lo contrario: el marido de la candidata está vivo, desborda energía, es guapo y tiene un talento político reconocido a una en Europa por hombres y mujeres.

¿Cómo es posible? El sentido común de la aldea quiere que las mujeres comme il faut tengan salones políticos en la televisión, se vistan en Valentino, escriban libros desastrados cuando sus maridos son ilustres novelistas, mientras directores de cine a sueldo ruedan películas sobre sus nada edificantes vidas de musas desocupadas. Contra este consumismo del sexo marital publiqué una vez un artículo (recogido también por EL PAÍS) que me costó muy caro, porque estas Egerias son poderosísimas en los partidos italianos, incluso en los de izquierdas.

Escribía Olimpia de Gouges, guillotinada durante la Revolución Francesa, en la Declaración de Derechos de la Mujer: "El Gobierno francés ha dependido durante siglos de la administración nocturna de las mujeres". Tras la revolución, Napoleón rehabilitó a las merveilleuses, con los senos al aire, a quienes hoy llamaríamos mujeres objeto. Poco han cambiado las cosas si De Gaulle, 150 años después, dirigiéndose un día a sus ministros, los interpelaba burlón: "Señores, ustedes, que se desnudan a las cinco de la tarde... ".

Hay malestar femenino en Europa: las mujerers retroceden, zarandeadas en las consultas políticas -la última, las elecciones europeas de 1989-, tratadas por sus propios compañeros de partido con la rivalidad que suele reservarse al equipo de fútbol adversario en el partido final. La presencia femenina en los Parlamentos y en los cargos de responsabilidad ha disminuido, sobre todo en nuestros países mediterráneos. En el último Gobierno de Andreotti -unas 100 personas en números redondos entre ministros y subsecretarios- han entrado cinco mujeres, de las cuales sólo una ministra, para el sector de los asuntos sociales. ¿No había escrito Wojtyla una epístola en favor de la dignidad de las mujeres y hasta sobre su genio?

La burla más descarada, en Italia, ha sido la elección de la pornodiva Cicciolina para el Parlamento. Con el título de onorevole, que le corresponde por ley, la virtuosa doncella puede hoy firmar día y noche sus casetes porno-hard: es la primera gran operación OPA que ha invadido los mercados de sexo cansado. Y hoy ya imperan los comportamientos más disparatados. Mientras escribo estas líneas, en dos páginas de La Repubblica veo a Marina Ripa di Meana (la mujer del comisario italiano en la CEE) que, desnuda como su madre la trajo al mundo, nos enseña sus nuevos pezones, "pequeños y perfectos", esculpidos por el más famoso cirujano estético, un brasileño. Flaco consuelo para las italianas, que por esos mismos días han visto aumentar de precio la gasolina, el teléfono, el permiso de circulación de los coches, etcétera.

Mirando a la otra parte de Europa, al muy morigerado Este comunista, 1989 nos vuelve a presentar a la ridícula pareja rumana de los Ceaucescu en un episodio, como poco, insólito: el marido jefe del Estado condecora a la mujer, Elena, con el título de "heroína de Rumanía" -imposible comprender la razón- y promulga celebraciones públicas para ensalzarla. En Roma, en el nuevo PCI, reaparece el viejo PCI con la tercera mujer de Occhetto, una moza boloñesa que lo besa en la boca tras haber convocado a una fotógrafa de fama. Y todos publican ese eros comunista impreso en blanco y negro y en colores. ¿Será el beso del poder? La duda y luego la certeza han circulado por una Italia burlona cuando la esposa del líder del nuovo curso comunista fue nombrada ministra de Educación Nacional en el primer Gabinete en la sombra del PCI. Ya en el viejo curso comunista estaba "la compañera de Togliatti", hija también de la florida Emilia, Nilde Jotti. El dirigente histórico había amenazado con dimitir si no era elegida para la dirección del PCI. Nada que objetar, pues la señora pronto iba a demostrar su valía, si la ascensión de la nueva compañera no hubiera ido acompañada por la liquidación de la antigua mujer, Rita Montagnana (quien, mira por dónde, perdió, además de a su marido, también su puesto en la dirección del partido). En París tuve ocasión de conocer a la mujer de Maurice Thorez, la terrible Heannette, que daba caza a los italianisants (simpatizantes de los italianos), y aún estoy corriendo.

La Jotti era incomparablemente mejor -igual que el PCI es siempre mejor, hecho archisabido, que el PCF-. Y, además, Nilde Jotti, en los años de

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior rigurosa viudedad, casi una religión del comportamiento, además de recibir el homenaje del partido, con ese culto que se consagra a los grandes muertos, se destapó también como mujer de excelente talla parlamentaria y ocupa dignamente, desde hace ya una decena de años, la presidencia de Montecitorio. En cierto sentido ha vivificado la institución (árida) con un comportamiento concreto (rico), confirmando así que una mujer puede manifestar una riqueza insospechada cuando une libremente estilo individual y dignidad de su papel.

Trazo este cuadro entre viejo y nuevo para afirmar que la candidatura de Carmen Romero adquiere a mis ojos un cariz teórico de gran interés, dentro de lo que he definido como "el tercer tipo de feminismo". En esta fase, las mujeres no se autoexcluyen de la política, encerrándose en el gueto del rechazo, con el fin de no "mancharse las manos". La sociedad civil que tienen ante ellas -y ése me parece el sentido de la campaña electoral de Carmen para el PSOE- no está constituida sólo por otras mujeres, sino por problemas que afectan a todo y todos: a jóvenes y viejos, escuelas y hospitales, salarios, viviendas, servicios sociales y transportes, a la relación con Europa. Se delinean nuevas alianzas para las mujeres -que en España postulan la paridad en todos los campos e iguales posibilidades- con los protagonistas masculinos de la política. La alianza tiene una lucidez y una dialéctica propias: por un lado, no todos los hombres son falócratas; por otro, no todas las mujeres están compuestas de sustancia angelical. Por lo de más, la candidata Romero ya había trazado una alianza, abierta, con el PSOE, militando en sus filas en los lejanos años de la clandestinidad, actuando después como simple militante entre los socialistas y adhiriéndose luego calurosamente al sindicato UGT, y por último, sosteniendo el feminismo socialista (¡que llevó la cuota de las candidatas hasta un 25%!). Además del trabajo intelectual en la docencia, que ha conseguido obstinadamente realizar, ha criado a tres hijos, Pablo, David y María. Y éste es el otropuntito teórico que concierne a mi feminismo de tercer tipo: la mujer, a causa de sus ritmos biológicos, tiene un tiempo de afirmación a edad más avanzada que el hombre. A los 42 años, mientras que un hombre suele estar cansado, teme a la vejez y despliega una frenética virilidad en su relación con mujeres más jóvenes (en España he observado a menudo con estupor cuántos políticos e intelectuales, en los años posteriores al franquismo, han dejado a la vieja por la nueva y se han lanzado de buen grado a procrear), a las mujeres les ocurre lo contrario. La fascinación que Balzac atribuía a las cuarentonas encaja en las características de nuestro tiempo. En cierto sentido, es a esa edad cuando una nueva afirmación comienza: maduración del yo femenino y de su explosiva diferencia en la igualdad. El caso de Carmen Romero, que ha actuado de imán de maledicencias y perfidias en la Prensa española -mientras que en Italia las jóvenes dicen: "¡Hace muy bien en lanzarse al ruedo!"-, es un válido ejemplo de nuevo feminismo.

Carmen Romero me es simpática, desde luego. La he visto tres veces, en tres situaciones distintas, que ahora se recomponen en un rápido retrato. Tiene un rostro armonioso, "una mezcla de Goya por los tonos morenos y de Modigliani por los rasgos ahusados", escribí de ella una vez. Pero lo que más curiosidad me inspira es su sonrisa irónica, su rostro pensativo, la alegría burlona de un espíritu independiente. Y le añado una buena dosis de bondad. Mientras me despedía de ella, en 1985, en la recepción ofrecida en la Moncloa a los intelectuales europeos, me dijo inesperadamente: "Vuelva cuando quiera, y considérese en su casa". Percibía yo que ella había intuido en mi vida de europea vagabunda mucho más de lo que yo le hubiera dicho. Después, cuando apareció en castellano mi libro Dos mil años de feficidad -ella lo había leído con atención, Felipe quizá se limitaba a confiar en su juicio-, me invitaron a almorzar en la Moncloa. Vuelvo a verlos a todos alrededor de la mesa familiar, en ese frío palacio al que la familia del presidente ha aportado un poco de calor. Entonces toda la escena estaba ocupada por él, el magnífico González. Ella callaba. Pero al final, cuando nos quedamos solas, me empezó a hablar con arrebatada pasión de mujeres europeas, de un encuentro entre mujeres de la política y de la cultura en Madrid. La tercera vez me conquistó describiéndome Roma bajo la roja puesta del sol que se ve desde Trinità dei Minto. Me recordaba a Goethe: "Todos somos viajeros y buscamos Italia". Quería traducir al castellano la refinada novela de Anna Banti Artemisia. Su italiano es gracioso, de sones modulados; lo ha aprendido en el Istituto Italiano di Cultura, donde me han contado que asiste a los cursos de lengua y a las tertulias. Cuando llegué a la Moncloa, en 1988, para la entrevista con González que abre mi libro sobre Europa, salió a mi encuentro. Estaba más segura de sí, más grácil, elegante con su blusa de seda blanca, sobre la que llevaba un echarpe de lana violeta. Dos frases, irónicas: "Cuidado, pronto tendrás frío", me advirtió mirando los fríos muros del edificio. Y después: "Felipe vendrá en seguida; se ha encerrado a escribir el discurso para la Thatcher", y lo dijo con humor, como si se estuviera preparando para un examen (Gibraltar estaba por medio) con la terrible profesora de Europa. Llegó él; ella desapareció al rato, como si la conversación política no entrase en sus tareas. Y, sin embargo, estoy segura de que ya estaba decidida. Basta con mirar la foto que nos sacaron a los tres juntos, y que yo conseguí publicar en el diario italiano donde apareció mi texto. En el fondo, es un preestreno. Todo está en ella. La decisión y la independencia.

Traducción: Esther Benítez.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_