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Reportaje:

El viaje a las tinieblas

La vieja estación de Atocha, cerrada hace un año, se pudre entre basuras, jeringuillas y mendigos

Entren y vean. No hay que forzar puerta alguna. Basta con seguir el rastro a los yonquis, a los saqueadores o a los mendigos que pueblan el paisaje fantasmal de la vieja estación de Atocha. Desde que el tren rugió por última vez en estos andenes, hace cosa de un año, el inconfundible sabor portuario de los muelles ha dejado paso a la mugre y a las tinieblas. Excrementos, jeringuillas, latas oxidadas y montañas de basura esperan con resignación la varita mágica que convierta a esta cenicienta de hierro en un centro comercial.

El inconfundible reloj de la estación se quedó sin pilas a las 15.40 de nadie sabe qué día. Debajo de él, el extinto panel de salidas y entradas de trenes ha dejado en carne viva una placa que recuerda tiempos más épicos: "Caídos por Dios y por la patria... ¡Presentes!".De momento, los únicos presentes son los mendigos que pernoctan en la estación y las decenas de yonquis que han convertido la antigua cafetería en una plantación de agujas hipodérmicas.

Nada les impide el paso. Los carteles de prohibido que salpican los accesos a la estación suenan a mofa. Las verjas entreabiertas del antiguo apeadero, las puertas arrancadas de cuajo o los ventanales rotos son el mejor imán para quienes no tienen dónde caerse muertos.

Un policía pasea con un pastor alemán para inspeccionar los hoteles predilectos de los vagabundos. La visita de rigor empieza por el antiguo apeadero, que despide un nauseabundo olor a viejos orines. Desde la escalera de acceso se ve a un joven, la cara tiznada de polvo, que se ata apresuradamente la cuerda que le sirve de cinturón.

Junto a él, un colchón de gomaespuma salpicado de enormes manchones. A su alrededor, toda una colección de latas oxidadas, botellas rotas, cartones humedecidos y mondas de naranja. El policía intenta ser amable:

-¿Has dormido aquí?

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-Sí, aquí mismo.

-¿No te pincharás, verdad?

-No, yo no -el joven muestra sus brazos limpios- Pero esto está llenito de jeringuillas.

El joven coge su mochila mugrienta y se larga sin más explicaciones.

"Esto ocurre varias veces todos los días", explica el policía. "Te los encuentras durmiendo por cualquier lado. Y eso cuando no les da por prender fuego. Este verano tuvieron que venir los bomberos a sofocar un pequeño incendio".

La entrada al infierno

La boca del apeadero, cerrado en julio de 1988, parece la entrada al infierno. En medio de la oscuridad más absoluta surge una cama improvisada en la escalera mecánica. Bastante más abajo, en el vestíbulo que solían pisar a diario miles de estudiantes camino de Cantoblanco, se siguen viendo excrementos, zapatos viejos y ropa polvorienta.La vuelta a la superficie no es ni mucho menos un alivio. Una excursión, por lo que fue la antigua cantina de la estación quita las ganas de comer a cualquiera: cámaras frigoríficas destripadas, una bolsa con comida putrefacta, jeringuillas ensangrentadas...

"De aquí se han llevado ni se sabe", comenta el policía. "Esta misma semana vinieron unos tipos y se llevaron casi todo lo que había en el quiosco de prensa. No dejaron ni las persianas".

El cuarto de interventores también parece un plato suculento. Una visible pintada franquea la entrada: "Luisito. El cabezón volador". Y arriba, un vagabundo ha instalado su hogar frente a un ventanuco donde reposan media docena de colillas y un botijo.

Los últimos de Filipinas

Los mendigos se instalan también en las dependencia donde aún resisten, como los últimos de Filipinas, los representantes sindicales de Comisiones Obreras y UGT. "Renfe no nos da otro local y aquí estamos, rodeados de escombros y sin saber con qué nos vamos a encontrar en las escaleras", afirman.Las únicas dependencias infranqueables son las del ala izquierda de la estación, tapiadas de puertas hacia dentro. Allí reposa, nadie sabe en qué estado, el viejo salón de autoridades, con su aire decimonónico y sus lámparas de araña. Allí estaban también, aunque ya han sucumbido, los sórdidos urinarios que llevaron a la estación hasta las páginas de la guía internacional gay.

Los andenes, salpicados ahora con vigas y tuberías, parecen echar de menos la fauna de carteristas, descuideros y timadores que poblaban la estación. A lo lejos se distingue ya el esqueleto de la futura estación, que será bautizada, como casi todo, en 1992.

Quien sabe si por esa fecha también festejarán a bombo y platillo otro magno acontecimiento: el centenario de la mole metálica de Atocha que diseñó Alberto del Palacio.

De momento, la estación se pudre sin que nadie se atreva siquiera a poner un cerrojo en las puertas. Renfe dice que la vieja marquesina no es competencia suya y le pasa la pelota al Ministerio de Transportes. Ayer no fue posible hablar con ningún portavoz de este organismo para que explique el incierto futuro de una estación por la que parece haber pasado un huracán.

Sólo se sabe que una firma norteamericana ha realizado un proyecto de rehabilitación de la nave para convertirla en un centro comercial y que importantes empresas se han interesado por el proyecto.

Mientras tanto, los viajeros despistados siguen pisando los antiguos andenes con la vana ilusión de comprar un billete para el Talgo. Llegan con paso tímido, miran extrañados a su alrededor y no dan media vuelta hasta que llegan a pequeño cartel que amarillea desde hace un año: "En septiembre, cambio de estación".

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