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Llovió

Habíamos llegado a creer que no llovería nunca, y soportábamos el bochorno como una solidaridad imaginaria con la Andalucía seca. En Denia, el día 30, el patrón del Punta Molins se hubiera jugado su barco, nuevecito, a que ese día llovería. Pero no llovió. Llovió el 31, como si los, dueños hubiesen querido asegurarse de que, al término del alquiler pactado, todos los veraneantes de agosto desalojaríamos chalés y apartamentos. Y el día 1 salió el sol, a ganarse los turistas de septiembre.Pero luego llovió. Llovió con ese salvajismo que la naturaleza sólo ha conseguido con la ayuda de la civilización. Llovió, y hubo que cerrar la Universitat d'Estiu de Gandía, temer por los amigos de los barrios marítimos, tratar de saber cómo estaban en Orihuela. Llovió sin hacer caso de los meteorólogos, de las dulzuras de Charo Pascual, ni del ministro Corcuera, que tenía decretado que el encauzamiento de la desembocadura del Segura se terminase en 1992, y, por tanto, cualquier tormenta o gota fía que se anticipase debía atenerse a las consecuencias.

Llovió sobre tierras murcianas, mallorquinas y valencianas. Llovió sobre tierras desertizadas, deforestadas, salvajemente urbanizadas, alarmadas por primera vez ante la incipiente crisis del turismo, devastadas por incendios forestales provocados nunca esclarecidos. Sobre territorios nunca ordenados, sobre barrios con más promesas que alcantarillas. Llovió sobre tierras que esperan desde hace siete años el juicio sobre la catástrofe de Tous y el principio de las obras de un nuevo pantano. Llovió sobre papeles que nunca existieron y sobre papeles que nacieron mojados. No funcionó mal Protección Civil, pero, como dijo Rosa Conde, los ríos se portaron bien.

Llovió como si la naturaleza se hubiera enterado del anuncio de las elecciones. Como si no quisiese ya tratar con meteorólogos ni políticos, sino con pueblos. Como si ella tampoco se fiase.

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