Fin de un modelo
EL BOICOTEO de seguidores de Pujo¡ e independentistas a la inauguración del estadio Olímpico y las manifestaciones del presidente de la Generalitat en torno a este asunto y en relación con la Diada catalana celebrada ayer vienen a escenificar el principio del final de un modelo de actuación del nacionalismo conservador catalán basado en la ambigüedad, la insinuación de doble sentido y el fomento del masoquismo político de la ciudadanía catalana.No se puede mantener más tiempo el esquema dialéctico utilizado otra vez por Pujol en su discurso de la Diada: según él, Cataluña vive uno de sus mejores momentos históricos -en lo lingüístico, en lo económico, en lo político- y, al mismo tiempo, todo va muy mal porque el Gobierno central ahoga la autonomía y está en permanente contubernio contra el Estatut, que a lo mejor (sugiere hoy, niega mañana, matiza pasado mañana) habrá que reformar. O Cataluña va sustancialmente bien -realidad a la que algo habrán aportado gentes de distinta filiación y factores globales españoles e internacionales- o va esencialmente mal. Pero no ambas cosas al tiempo. A no ser que se pretenda que va bien gracias únicamente a la excelencia de su Gobierno autónomo y todos los elementos negativos se apunten en la cuenta del tradicional enemigo exterior.
Hasta ahora, el nacionalismo conservador había conseguido fundir en una sola argamasa -una suerte de tres en uno de multiuso electoral- elementos como el reconocimiento formal de lo español (a desgana), el difuso sueño independentista (para no se sabe cuándo) y la ambivalencia progresismo / conservadurismo (o modernización europeizante / neocarlismo comarcal). Pero esta argamasa empezó a agrietarse seriamente en la inauguración del estadio Olímpico, cuando el propio Pujol fianqueaba al Rey en el palco presidencial, mientras sus jovencitos silbaban al Monarca y también, en definitiva, a los Juegos Olímpicos de 1992.
El político nacionalista se defiende ahora -con la impagable ayuda de Miquel Roca y de quienes se escandalizan cada año con la guerra de las banderas en el País Vasco, las azuzan en buena parte y niegan, sin embargo, la evidencia del estadio Olímpico- diciendo que se trata de "falsedades totales", en un clásico eiercicio de tirar la piedra y esconder la mano. ¿Acaso era falsa la convocatoria al acto de boicoteo de la Joventut Nacionalista, la rama juvenil de Convergéncia Democrática (CDC)? ¿O acaso sus militantes sólo abuchearon al alcalde de Barcelona y los pitos al Monarca no existieron?
La frontera entre determinados núcleos convergentes (sobre todo, las juventudes) y los movimientos ináependentistas (la Crida, entre otros) es muy permeable, de manera que la dirección de CDC pueda aparecer ante el conjunto de España como fuerza controladora del espantajo de un independentismo que señala como creciente, cuando en realidad se encarna en grupos muy reducidos. Pero estos círculos concéntricos del independentismo constituyen un caldo de cultivo ideológico del que también acaban surgiendo ramas violentas -de ninguna manera de adscripción pujolista-, como la que, según todos los indicios, atentó ayer contra dos guardias civiles, ensangrentando, por vez primera desde 1978, la Diada. La complicidad de algunos grupos convergentes con sectores pacíficos del independentismo ha surtido efecto en dos visitas del Rey a Cataluña: una, con motivo del milenario (los cohetes de la Crida), y la otra, el pasado viernes. Se comprende que a Pujol le moleste que se sepa públicamente de estas connivencias, y más que las sepa el Rey. Pero para que no se aireen es mejor cortarlas de raíz que atribuir "falsedades" a otros.
El nacionalismo conservador catalán merece un lugar destacado en la escena política democrática. Comparte con las otras familias del catalanismo bastantes elementos, no sólo positivos en sí mismos, sino que aportan valores específicos a la construcción de una España plural: sobre todo, la defensa de una lengua, de unos activos culturales y del autogobiemo político. Pero la incoherencia, el oportunismo y la ambigüedad están desluciendo esos valores. Hasta los límites de un ridículo en el que nunca debiera caer una fuerza democrática.
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