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Los sentidos del crítico

La crítica de arte en general, y de literatura en particular, tiende a despertar emociones radicales en los afectados y a menudo también en el simple rector (cuyos intereses son menos explícitos). De la diatriba específica sobre los juicios de tal o cual crítico en la apreciación de cierta obra se pasa de inmediato al juicio universal sobre el papel de la crítica, que suele concluir a su vez en diagnósticos de orden clínico sobre los profesionales en cuestión. No va a tratarse aquí de defender a los críticos, la voluntad soberana del lector ni otra cosa parecida. Lo que sí cabe proponer es un campo de acercamiento que resulte de deshacer algunas sombras que amenazan al entendimiento del asunto. Hablemos de la crítica literaria.

El primer acuerdo que puede proponerse se refiere al hecho mismo de la lectura. Si consideramos, tal y como deciden ciertos usos, que el acto de escoger un libro y leerlo es un acto de consumo estricto, entonces todos estaremos rápidamente de acuerdo en que el único juicio acertado es el privado. Podrán encontrarse tantas opiniones como lectores, y todas ellas producto del grado de satisfacción que cada uno haya obtenido. Aquí no valen los juicios universales ni las conclusiones técnicas sobre la maldad o bondad de las obras. Me ha gustado o no me ha gustado, me lo he comido y me ha sentado mal o me lo he comido y me ha sentado bien. Y fin de la filosofía.

Si la crítica acepta este papel, es decir, el de mediar en los gustos privados a través del gusto del crítico, entonces su función es publicitaria. ¿Para qué quiero yo saber lo que le gusta al crítico si finalmente es mí gusto el único que puede decidir? De esta forma, la labor del profesional se limita a da cuenta de novedades editoriales escogridas y animar al lector a que escoja las mismas. Lo que dice no es tan relevante como el espacio que ocupa en el sistema de información. Publicidad, pues.

Supongamos, continuando con la perspectiva de la literatura entendida como acto de consumo, que el crítico o el medio en que trabaja ha dado con un perfil de público agrupado en torno a un gusto compartido. Y que, finalmente, el medio ha convenido en satisfacer esa presunta demanda. El lector o público, el crítico y el medio de información se vinculan entonces en una comunidad de intereses trazados por una preferencia determinada. El lector o público espera que el medio satisfaga su demanda, y el medio diseña una estrategia que sea satisfecha. En último extremo, y dependiendo del grado en que eso se lleve a cabo, estamos ante un aspecto de la ideología, no literaria, sino comercial. El lector o público paga por esa información -no sólo dinero-, y el medio se beneficia de ello -no sólo en metálico- Ese intercambio de símbolos culturales, entre los que circula el dinero, es lo comercial. Pongamos que un periódico o un programa de televisión ha decidido que su cliente potencial o real pertenece a la clase de los que leen en cama, necesitan sentirse tan inteligentes como el autor que descansa en la mesilla y que esta inteligencia nunca rebasa el grado de la literatura preparada para ese tipo de consumo. La selección de los títulos y los criterios de los críticos se organizan en torno al doble objetivo de satisfacer al lector con la información (que le resulte comprensible y que contenga los datos para que reconozca inmediatamente la obra de su preferencia) y de que el lector no se sienta defraudado cuando se enfrente al texto. La articulación de los valores literarios queda sometida a la articulacíón de la oferta y la demanda de intereses. Ideología comercial, por tanto.

Otro punto de vista. Es posible considerar la literatura y la crítica como un asunto literario y demarcar el campo de trabajo sobre esas bases. Al crítico se le exigen conocimientos literarios, y al lector también. Fuera de ese lazo la comunicación es imposible. Exigencia, por lo demás, bastante lógica. ¿Qué diríamos de un crítico de música que no pudiera distinguir todos los instrumentos que suenan en una orquesta? ¿Cuál es la razón de que al crítico literario no se le acuse, en cambio, de no distinguir los instrumentos que suenan en una novela, sino sencillamente de su mal gusto o de que se ha entregado a una perversión relacionada con el odio al artista? Lo primero que hay que decir sobre un ataque al crítico basado en el gusto es que sólo tiene sentido en el contexto de un medio que practica la ideología comercial. El lector o público defraudado por sus expectativas y por el contrato tácito que le vincula al medio tiene derecho a exigir una compensación y a expresar su protesta. Pero no tiene ningún sentido que disienta del gusto del crítico cuando éste expone, mejor o peor, argumentos que pertenecen al orden del conocimiento literario. Ya se vio lo que era el gusto, algo privado y, en consecuencia, intransitivo. A no ser que quede vinculado por una comunidad de intereses.

Naturalmente, para ello es necesario que se admita la existencia de algo como el conocimiento literario, de la misma manera que se admite la existencia del conocimiento en música o en pintura. El problema es que en España eso no está admitido, y las discusiones se sostienen desde campos cuya diversidad elimina cualquier posibilidad de resultados. Mientras unos se apoyan en el gusto, otros se apoyan en la satisfacción personal, otros en la forma en la riqueza léxica y los menos en objetos tales como el punto de vista o el análisis cultural de los contenidos (aspecto básico, a mi juicio, para que la crítica no se convierta en un juego de sobreentendidos entre pocos). Que el crítico o el lector digan que algo les ha gustado o les ha satisfecho personalmente es lo mismo que no decir nada, y más vale no decirlo.

El problema es que la mayor parte de la crítica de este país está asentada en un gusto personal disimulado bajo el gesto de principios universales no necesariamente literarios. Gracias a ese camuflaje se ha vivido durante años de eslóganes tales como la mejor novela de los últimos 10 años", "incomparable y sorprendente", "novela total", "diversión a chorros" y cosas así. De esa forma, el argumento como modelo de discusión ha sido impostado por la polémica de qué le Vista a quién. La crítica literaria ha dejado de formar parte del debate cultural para sumarse a la zona de disensión de los grupos de interés. La obligación del crítico, por más que se empeñe nadie, no es decir que le ha gustado o no un texto, sino demostrarlo. Para demostrarlo es preciso que sepa. Y para que sepamos que sabe es preciso que utilice argumentos sacados de la literatura y no de su toilette personal. Lo mismo vale para el lector. Si quiere disentir o exaltar, su obligación es utilizar esa misma clase de argumentos.

Pero está claro que cualquiera puede considerar a la literatura como algo diferente de lo literario. Ya se han dicho las posibilidades. Se puede elegir.

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