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Los premios literarios

Sigo recibiendo con regularidad desde hace ya muchos años el suplemento literario de La Nación, de Buenos Aires, y nunca dejo de leer en él lo que, bajo el título de Instantáneas, suele escribir con gracia, desprendimiento y a veces una mal disimulada punta de ironía mi inteligente amiga María Esther Vázquez. El último número llegado a mis manos trae también, para mi deleite, la firma de otro antiguo y muy querido amigo, Enrique Anderson Imbert. Y en la sección de María Esther encuentro esta vez una pequeña encuesta que ella ha armado para preguntar a varios escritores: 1. ¿Cuántos premios ha recibido en la vida?; 2. ¿Cuál fue el que más le conmovió, y 3. ¿Para qué sirven los premios?No habrá que decirlo: me he lanzado a leer las respuestas respectivas con la curiosidad de ver cómo caían mis colegas argentinos en la maliciosa trampa que se les había tendido o bien lograban eludirla. Tanto más, habiendo debido discurrir yo no hace mucho sobre esta vidriosa cuestión de los premios literarios a propósito de un torpe incidente suscitado entre nosotros alrededor del reciente Nacional de las Letras. En esas reflexiones mías procuraba hacerme cargo de que los premios, al revalidar socialmente las actividades creativas prestándoles un revestimiento que en cierta medida las oficializa, esto es, las solidifica y fosiliza, llevan siempre consigo algo de ambiguo, de sospechoso, de peligroso; pueden ser traicioneros, y por ello son rnirados a veces con deseo, pero también con una sombra de recelo, o en bastantes casos con fingido desdén: no siendo con fingido desdén; no siendo extraño, incluso, que hasta ocasionen a quien los recibe cierta rara sensación de incomodidad mezclada con el natural agrado. Muy diversas son las reacciones que los premios provocan entre quienes los reciben y entre quienes se quedan sin ellos; con frecuencia, reacciones pintorescas y no demasiado elegantes.

Se da por supuesto que los escritores, los artistas en general, son especialmente vanidosos; que su tasa de voluntad re basa con mucho el promedio tolerable en la común condición humana. Yo no lo creo así. Me parece que éste es un juicio formado por ellos mismos y mantenido dentro de su propio círculo como resultado de la celosa observación crítica del prójimo; pero quizá si se prestara una atención igualmente cuidadosa al comportamiento o actitudes de los miembros de otras profesiones, oficinistas, bomberos, conductores de autobús, podría comprobarse un equitativo reparto de la vanidad, de la envidia, de la tontería, de la ambición, de la soberbia, de la codicia y otras semejantes prendas de carácter, tanto como de la modestia, abnegación, benignidad y humilde sensatez, entre todos los miembros de nuestra especie biológica, cualquiera sea el oficio de su dedicación o afanes. Sea como quiera, el hecho indudable es que los premios literarios, en cuanto revalidan y dan testimonio de la estimación ajena, pueden ser el catalizador que potencie las propensiones vanidosas que pudieran estar latentes en el escritor. Como en su prólogo razona el anónimo autor del Lazarillo, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y, si hay de qué, se las alaben". Tanto mejor si a la alabanza pública que el premio implica acompañan de añadidura los dineros. Entonces, la codicia -una codicia, por lo demás, de alcance modestísimo- vendrá a cooperar con la vanidad en el despliegue de comportamientos poco airosos. En términos generales y por principio, casi nadie piensa que otro pueda quedarse indiferente, en el fondo, ante los galardones que se le otorgan o ante los obtenidos por un tercero.

Un caso de indiferencia tal sería el de Borges, a quien María Esther se refiere en la presentación de su encuesta afirmando que para el maestro fue afortunada, una especie de buena suerte, la injusticia de la Academia sueca, pues al negarle ésta el Premio Nobel todo el mundo concurrió a ofrecerle diversas compensaciones; esto era lo que él solía decir cuando le venían a sonsacar sus comentarios. A mí, que, tanto como ella, conocía muy bien a Borges, me pareció siempre divertida por absurda aquella imagen que para entonces se hizo tan corriente de un Borges ansioso por recibir el cotizado premio, imagen que, por supuesto, él no se molestaba en desmentir, sino que la asumía con burlona conformidad; pues lo cierto es que ni esa fama de la publicidad ni tampoco el dinero significaban para él otra cosa que lo que en inglés significa la palabra commodities. algo conveniente, quizá indispensable, pero accesorio. Cuando, a raíz de recibir el Premio Cervantes, un periodista le asestó la necia impertinencia de rúbrica interrogándole sobre el destino que pensaba dar al importe metálico, contestó él con una broma nada inocente: "Comprarme la Enciclopedia Espasa", broma que ya sabemos cuán serias consecuencias tendría: la editorial se apresuró a brindar el presente de sus copiosos mamotretos a "unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños...". Ahora, el fiel secuaz de aquel poeta de los dones, y también excelente amigo mío, Adolfo Bioy Casares, responde a la tercera pregunta de la encuesta abierta por María Esther Vázquez postulando que "los premios son pésimos para quien está ansioso por obtenerlos", apreciación sumamente razonable, pues los premios son veneno, en efecto, aunque los llegue a obtener, para quien los ansía.

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Ernesto Sábato, por su parte, ha dado a esta tercera pregunta una respuesta donde, usando una figura de la retórica borgiana, recuerda que su segundo libro fue "rechazado con entusiasmo y energía" por todas las editoriales, para, tras de haber evocado emotivamente el acto en que se le hizo entrega del Premio Cervantes, concluir: "Más tarde empezaron a llegar los otros premios, en cantidades funerariamente crecientes, como actos propiciatorios de entierro", párrafo éste de filosófico desengaño, que no deja de despertar ecos de simpatía en mi ánimo.

Y, en fin, otro escritor considerable, Marco Deneví, hace una insinuación muy oportuna cuando apunta a condiciones del mundo actual: si fuéramos a desarrollar lo que sugiere, podríamos hablar del fenómeno inflacionario del que los premios son, a la vez, síntoma y, en parte, también instrumento. Dice Denevi que "ahora, en medio de la obsesión económica, cuando alguien gana un premio el país no se entera". Pues es lo cierto que -por lo que se ve, no sólo en España- los premios han proliferado de tal manera, y de tal manera han crecido sus dotaciones, que apenas valen ya para otra cosa que para remediar acaso la penuria de tal o cual escritor en apuros, dado que, en verdad, el público no puede estar al tanto ni nadie llevar la cuenta de los que se adjudican, ni a quiénes. Como dice de sí mismo Bioy Casares: 'Se tiene la impresión de que recibo premios todo el tiempo; no es así, serán una docena entre los de acá y los del interior...".

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