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El pecado de mirar

Cuando suenan las campanadas de la medianoche, Madrid se convierte en un hermoso bosque en el que las hadas y los duendes salen a disfrutar la luz de la luna y las miradas de los demás habitantes ole la noche. Un edén de miradas entrecruzadas para los amantes de la pasarela, los soñadores del deseo y los insaciables de la vanidad. Y es que alimentar el ego, a partir de la medianoche, es el único carburante posible para seguir trasnochando y llevar la contraria, como en una rebelión civil, a los urdidores de historias.La noche de Madrid es una pupila. Desde las terrazas de la Costa Castellana hasta las verdes praderas del hipódromo, los cuerpos y las almas se exhiben con toda su belleza y sin el menor pudor. Parece imposible que exista en una sola ciudad tanta gente guapa, tantas muñecas de cristal y tantos efebos rebosantes de fibra. Jóvenes hermosos que se miran y no se tocan, que desean ser mirados, y que se visten, se mueven y se pasean con el único propósito de que los ojos ajenos se metan en ellos, que penetren en su epidermis y posean su belleza. Mirar y ser mirados: ése es el juego.

Madrugadores

Los más madrugadores ocupan los veladores poco después de las doce y media. Los más activos prefieren quedarse en la barra del quiosco, con el vaso en la mano, sin perderse nada y ejecutando minúsculos paseos adornándose con un halo de indiferencia aparente.

Desde allí pueden ignorar el revuelo de miradas que despierta Almodóvar cuando llega acompañado por Bibí, no sentir el electrizante aire que desplaza Miguel Bosé y mirar por encima del hombro, hacia arriba, la tez eternamente bronceada de Bertin Osborne.

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Desde allí pueden enamorarse otra vez de Concha García Campoy, un amor renovado cada vez, y mirar de soslayo, con un pronto de timidez, a Inka Martí o a Vicente Verdú, tantos días sin fumar.

Mirar sin perderse nada. Moverse para ser mirado. Todo el mundo juega a exhibir lo que quisiera ser y a evitar que el deseo ajeno se desperdicie. Se dispone de apenas unos segundos, o tan sólo de una ráfaga de dos o tres miradas, para enamorar. En cuanto la ocasión ha pasado, ya se mira a otro objeto noctívago del que enamorarse.

Un frenesí de amores cada hora, amores visuales, que convierten a las noches de Madrid en las únicas noches soleadas del mundo.

Desde la plaza de Colón hasta la plaza de Castilla se salpican como sellas silvestres los quioscos de la Castellana, a uno y otro lado de su interminable trayecto. En cada uno de ellos se sirven las mismas copas por idénticas camareras, tiernas y frágiles como nenúfares, serias e indiferentes como cipreses.

Son estudiantes que se ganan las vacaciones de octubre con el negocio de las copas, que terminan reventadas a las tres de la madrugada y que aun así les queda marcha piara darse una vuelta por Oh!, por Archi o por Pachá. Jóvenes y formales, tentaciones inabordables, gancho para pazguatos que aún se creen que el orégano se extiende por todos los montes.

Chicas, y chicos que sirven a los habitantes de la noche, hadas y duendes, gnomos y fuegos fatuos, esculturas griegas y modelos excitantes con estética de anuncio de televisión. Habitantes de todas las noches que resisten porque se miran, se miran mucho, y se desean. Un deseo poco sexual pero muy sensual, como una fijación de intercambiarse miradas y de invitarse a un suspiro y a una rayita. Para seguir aguantando.

La música

La música, hasta donde lo permiten las ordenanzas municipales, es el pretexto para no hablar, o para hablar poco. El lenguaje oral deja paso al gestual y, sobre todo, al visual. Una mirada seductora es una obra de arte que, ahora ya, se puede aprender en una escuela de Milán, como se aprende a pintar o a esculpir.

O a diseñar, nuestro sino, porque Ortega y Gasset decía que en Madrid, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan, y ahora, en Madrid, a cualquier hora, o se diseña o se es diseñado.

Tal vez se mire por curiosidad, sólo para comparar o para deleitarse; pero dejarse mirar se hace por vanidad. Un pecado que se comete cada noche tantas veces como se puede, en tantas ocasiones como se presentan. Una mirada que es como un beso, pero mucho menos comprometido; una mirada que es como un deseo, pero mucho menos frustrante. Mirar es el placer prohibido que más fácilmente convoca a los escalofríos del deseo.

Madrid es el paraíso del voyeurismo, como elemento complementario del fetichismo creciente. No se sabe si se miran los ojos o las miradas, si se miran las piernas o el bronceado, si se miran los tobillos o la marca del calzado.Pero se mira, por pecar, que transgredir las normas sigue siendo el único placer por el que merece la pena dejar la timidez colgada, como un gabán, en el inexistente eco de la última campanada de la medianoche.

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