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La simetría

La idea de la simetría, de la división en mitades contrapuestas y desde algún punto de vista antagónicas, del mundo conocido, imaginativamente abarcable, es una idea parásita a medida que se consolida la noción y la conciencia de la unidad planetaria de la relativa rotundidad del universo terrestre de los hombres. Se trata de una representación geográfica muy elemental de toda clase de contraposiciones dialécticas, ideológicas, religiosas, morales, económicas y virtualmente estratégicas. Sin duda, en el mundo sin cartografía de los antiguos griegos, el oscuro Occidente poblado de monstruos que se adelgaza hacia el río Oceáno, en contraposición con el Oriente iluminador, prefigura ya esa idea parásita de la que luego se llamaría civilización occidental. A partir del mundo cartográfico del Renacimiento fue cobrando importancia la simetría horizontal, la que divide el mundo en norte y sur del paralelo de Sicilia, y la era de los descubrimientos y el establecimiento de la circunvalación ecuatorial del planeta restablecieron al tamaño del globo terrestre la simetría meridiana. Desde entonces, la situación de los hallazgos y de los conflictos es tributaria de un instrumento de medida intelectual que podríamos imaginar como esa cruz articulada que los escultores y los desbastadores de piedra utilizan para sacar puntos y reproducir figuras en materias diferentes, una encrucijada sumamente variable a voluntad de las formas, las obsesiones de la historia y, en definitiva, de los intereses materiales e ideológicos de los distintos pueblos del planeta dispersos en una geografía que los avanzados métodos; de proyección cartográfica representan todavía de modo sólo aproximado.En el moderno mundo de las ideas, en el que entendemos como mundo de la modernidad agotada que heredó al de la cotidianidad, de la Täglichkeit con vector de progreso, dentro del mareado sosiego que sigue a la última guerra mundial, la simetría vertical parece haberse congelado a la fuerza. Se habla de Oriente y Occidente desde cualquier punto del planeta con referencia al meridiano de Yalta, al que se inventaron en Yalta y que casi inmediatamente después se convirtió en frontera realmente ideológica e hipotéticamente, estratégica. Nadie cree en el mundo actual en la posibilidad de una invasión del Oeste por las potencias populares del otro lado de ese meridiano imaginario, pero la disuasión, desde hace poco matizada como disuasión discriminada, sigue siendo el eje estratégico del enfrentamiento entre modos de producción y sistemas de convivencia. Tampoco creen los orientales del otro lado de ese meridiano en la amenaza de una agresión occidental, pero reconocen esa línea como frontera de la competencia acumulativa de poder militar y tecnológico, y de un lado y de otro de esa línea, mientras se negocian formas de modernización del poder agresivo, se contabilizan inversiones, descubrimientos, armas, sistemas de información, de exploración o de vigilancia con referencia a una guerra que, entre todas las posibles, será la única que no tendrá lugar. No se sabe a qué meridiano corresponde este que divide a Europa en la otra cara del planeta. Los recientes informes de estrategia integrada a largo plazo dan por supuesto que naciones extremoorientales, Japón o China, o ambas a la vez, serán dentro de 20 años, y en el centro de un mundo de alta tecnología generalizada, no sólo grandes potencias industriales, sino potencias militares equivalentes a las actuales superpotencias, peligrosos gigantes faltos del pensamiento socrático y del derecho justinianeo. Pero dónde estarán el oriente y el occidente de esa nueva franja de poder casi absoluto. Qué meridiano separará por esa parte el materialismo dialéctico del humanismo capitalista, el fundamentalismo no monoteísta de las religiones constantinianeas, el perspectivismo de las representaciones planas. Dios y Satán y viceversa. Pese a la contumacia de los econometristas y de los teóricos de la estrategia, el meridiano que defina el oriente y el occidente de todas las cosas bailará mucho en las próximas décadas, y quién sabe si en un siglo se habrá convertido en un velocista frenético. Pero es probable que se siga contemplando con cierta indiferencia desde la vieja cuna mediterránea.

Ha habido siempre un eje de simetría ecuatorial. Lo había en el mundo antiguo, y en gran parte esa división en dos cascos horizontales, cultural y económicamente distanciados, con alguna excepción en la cuña americana, se ha conservado hasta la modernísima descolonización, y en muchos aspectos incluso después. En realidad, esa división ecuatorial es en muchos aspectos más real que la meridiana, pero en los últimos tiempos engendra monstruos, monstruos retóricos, lo que en el fondo quiere decir aberraciones intelectuales. En los últimos años, la llamada dialéctica Norte-Sur se aplica a casi todo, desde la división del planeta en mitades industriales y productoras de materias primas, acreedora y deudora, civilizada y salvaje, municipalizada y tribal, justa y violenta y tantas otras cosas, hasta étnicamente mestizas según normas opuestas de tolerancia. Se trata de una demediación artificial, pero jalonada por innegables evidencias. Si sólo se tratara de eso, podría quedar en hipótesis de trabajo para economistas, políticos y filósofos de la historia. Una hipótesis un poco infantil, engendradora de eslóganes un tanto bobos, pero en el fondo aceptable. Pero no es eso. La dialéctica Norte-Sur es un mito que se aplica a partir de cualquier paralelo desde los círculos polares. Nos hemos empeñado en que haya un norte y un sur de cada región poblada, de cada nación política, de cada comarca y hasta según el ecuador de las grandes ciudades. Un norte y un sur que reflejan las características sociopolíticas y culturales de la incardinación terrestre. La imagen de un norte industrioso y próspero y de un sur de algún modo feudal y miserable se aplica a cualquier territorio más o menos homogéneamente poblado. Se escriben libros sobre semejante disparate basados en la observación de coincidencias casuales, y proclamarse surista, meridionista, en cualquier lugar o en el centro de cualquier región, es una actitud justiciera y reivindicacionista. Resulta muy difícil entenderlo, pero son muchos los convencidos de que irremediablemente es así. De tal modo que si la simetría meridiana, la luz y la sombra del Oriente y el ocaso, tiende a desplazarse a pesar de la resistencia de los políticos y los filósofos y sobre todo de los estrategas informatizados, si el meridiano tiende a oscilar y amenaza con acabar jugando al escondite, la simetría horizontal tiende a serializarse y a multiplicarse al infinito. Ese paralelo que en el fondo simboliza la división entre más ricos y más pobres, y aún más, entre los que han de enriquecer y los destinados a mayor miseria, corre en un juego de luces galopante desde el ecuador arriba y el ecuador abajo, quedándose a capricho donde puede en cada división geográfica o administrativa para que haya un sur -es menos importante que también haya un norte- en cualquier lugar del planisferio que pueda hablar en primera persona. La retórica ha enloquecido las longitudes de la historia moderna.

La simetría geográfica no parece buen instrumento para el análisis de la historia y para la programación política de una aceptable convivencia pacífica. Si la tierra de los hombres fuera una figura que hay que reproducir sacándola a los puntos, como hacen los escultores, para que continuara existiendo, habría que admitir que esa cruz articulada de medición simétrica para sacar planos se ha convertido en un instrumento inútil o está seriamente descabalada.

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