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Tribuna:LA ARBOLEDA PERDIDA
Tribuna
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De mar a mar

En 1925 yo comencé a escribir mi segundo libro de canciones, La amante: un viaje desde la sierra del Guadarrama, con una enamorada ideal, hasta los litorales cantábricos, llevando el saludo de mi mar gaditana hasta aquel nórdico mar de Santander, perdido hasta mezclarse con el nórdico mar que da su bella altura y rubias cabelleras a las tan bien plantadas muchachas santanderinas. El mar, que lo es también del poeta Gerardo Diego. Yo iba a la Universidad Menéndez y Pelayo para acompañar a José Luis Pellicena en su audaz representación Entre las ramas de la Arboleda perdida. Allí había llegado ya el gran actor con su inseparable animadora y productora del espectáculo: Olga Moliterno. Allí se encontraba ya el joven entusiasta, dispuesto a ofrecer al público ráfagas variadas de mi vida, de manera continua, relampagueadas de imprevistos, poemas, y todo accionado bajo breves indicaciones o subrayados del largamente conocido José Luis Alonso. El paso de la intencionada y biográfica prosa al de los versos armonizaba su musicalidad con la manera de decirlos, ya tan acreditada como una de las pocas en toda la escena española de hoy. Hay que recordar al José Luis Pellicena de El médico de su honra, El caballero de Olmedo, El despertar a quien duerme, La estrella de Sevilla... La representación comienza con mi propia voz diciendo como a distancia el prólogo de mi Arboleda perdida, que enlaza maravillosamente con el cambio de voz de José Luis dando cuenta de mi nacimiento en El Puerto de Santa María; de mi familia, católica hasta la exageración; de mis años colegiales; de mi vacación pictórica, hasta mi traspaso a Madrid y mi ingreso como copista en las asombrosas salas del Museo del Prado... Sería inocente ahora repasar mi vida en las ramas dispersas de mi Arboleda elegidas y dichas por Pellicena. Me daba cierto pudor aplaudirme a mí mismo al mismo tiempo que el público que seguía atento la representación. Al final, después de una extraordinaria atención en la sala del paraninfo de la Universidad, me levanté para saludar al gran actor que con tanta audacia y maravilla ha sabido crear tantas escenas dispersas de mi vida, destacando, escogiendo con tan justo criterio las mejores y más eficaces para el público, que escuchó con tanta atención y largamente. Al salir de la sala, me saludó una bella y alta nieta de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, hija de Maya, a la que conocí en Moscú junto a su maravilloso hermano Rubén, muerto heroicamente como aviador en la defensa de Stalingrado. Al marcharme del mar de Santander, me acordé del primer poemilla que le hice en 1925 al pisar la tierra cantábrica de Laredo: Marineros, ¡mis zapatos! / Las calles de la marina / hay que pasarlas descalzo. Del mar Cantábrico corrí en espacio de poco tiempo al corazón del Mediterráneo. Corrí a Mérida, cerca de 400 kilómetros por tierras toledanas y extremeñas, sombreadas de poderosas encinas y alcornoques. Corría para ver Medea, la genial ópera de Cherubini, protagonizada por Montserrat Caballé, la suntuosa soprano catalana, y el tenor José Carreras, salvado milagrosamente de una gravísima enfermedad que lo sostuvo durante mucho tiempo en la antesala de la muerte. La expectación era enorme. No quedaba ya una sola entrada. Se decía que en la reventa se había llegado a 200.000 pesetas por un solo puesto en la gradería del teatro. Al llegar al hotel, antes que con José Monleón, me encuentro con su Ángela, su fina y delicada hija, trabajadora hasta el frenesí, y con la casi sonámbula Teresa Rosenvienge, ambas invisibles perfiladoras de los actos que han de celebrarse este año en el XXXV Festival de Mérida. Se siente, se tiembla porque esta noche se prepara el casi estallido de un incalculable acontecimiento: el estreno de la Medea de Cherubini, para el que han Regado personas de todo el mundo. Mientras, ayer noche, actuó en el Anfiteatro Romano María Dolores Pradera, extraordinaria voz, llena de una sonora juventud, con su inmenso repertorio de canciones, que regaló, generosa, al gran público que llenaba el anfiteatro. Allí cantó, apoyada en sus extraordinarias condiciones de actriz, todo su gran repertorio latinoamericano, entre fados portugueses, salpicados de poemas, recitados de sencilla y magistral manera, de Pessoa, en medio de aquella misma arena en donde fueron devorados por los leones tantos gladiadores y perseguidos cristianos. Noche inolvidable, llena de la maravillosa y siempre juvenil voz de María Dolores Pradera, acompañada por dos guitarristas excepcionales.Y el estreno, la primera noche de la Medea se aproximaba. Incontenible emoción, como en aquellas tardes en que toreaban Joselito y Belmonte. A las diez y media de la noche ya el público había invadido todos los tendidos del teatro, desde los más bajos a los más altos, apiñadas las gentes codo con codo, creando un espectáculo a la vez que imponente enternecedor, haciéndose un absoluto silencio cuando apareció el director de la orquesta e inició el preludio, verdaderamente maravilloso, de la ópera de Cherubini, compositor que hasta el mismo Beethoven admiraba. El público se había instalado tembloroso, lleno de la mejor fe, dispuesto a prorrumpir en aplausos a cada instante. Así sucedió cuando apareció Medea y, a solas con Jasón, decide vengarse de él si decide unirse con Glauce.

El público está electrizado y subraya con sus inmensos aplausos cada escena. No he de seguir yo ahora paso a paso la terrible tragedia, siempre, repito, aplaudida hasta el frenesí por los espectadores, sobre todo cuando Medea, en una colina cercana a palacio, llama a todos los dioses infernales para que le den valor para asesinar a sus dos hijos clavándoles un puñal en el pecho. Neris, esclava de Medea, intenta convencerla de que no los mate. Pero, al fin, Medea cumple su venganza. Se empiezan a escuchar gritos a lo lejos. Poco después las euménides acompañan a Medea, mientras el fuego consume el palacio y la hechichera levanta el puñal manchado con la sangre de sus hijos. Faltó poco para que el público, como en las plazas de toros, se arroja al ruedo para sacar en hombros a los actores.

Eran ya casi las cinco de la madrugada. Yo salí defendiéndome de la multitud como pude. Un taxi me esperaba a la salida del teatro. Había sido para el Festival de Mérida un inmenso acontecimiento. De todas las obras presentadas en su Teatro Romano, esta ópera de Cherubini, cantada por Montserrat Caballé, será recordada como algo único. Cuando ya amanecía e iba casi a salir el sol, sentí que el mar Mediterráneo cabeceaba cantando contra los muros del Teatro Romano de Mérida.

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Rafael Alberti.

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