Por la puerta de atrás
EL TRIBUNAL Constitucional ha dictado últimamente diversas sentencias marcadas por la polémica, tanto interna como externa. Los votos particulares de algunos de los doce magistrados que lo componen han dejado claro que se está muy lejos de la unanimidad, y aunque de esta pluralidad habría que sentirse satisfechos, la multiplicación y el tono de alguna de las voces discrepantes no deja de sorprender.A estas contradicciones internas hay que sumar las críticas que han generado algunas decisiones recientes, con expresa mención a las referidas a temas autonómicos, que han afectado en los últimos meses tanto aja Generalitat de Cataluña como al País Vasco o a la Xunta de Galicia. En todas ellas se ha querido ver un apoyo a las tesis de la Administración central en perjuicio de las autonómicas. Aunque no les falten motivos a los altos representantes de estas comunidades que han alzado su voz contra el "centralismo" del alto tribunal -Jordi Pujol o Juan Ramón Guevara-, es dificil llegar a conclusiones tan categóricas. En otras ocasiones se ha quitado la razón a Madrid, y por ahora, con las sentencias en mano, quizá sea prematuro hablar de una tendencia definida del tribunal.
Lo más interesante de esta limitada algarabía es la constatación de la existencia de una falla en todo el juego político del Estado. El papel que reserva la Constitución al alto tribunal ha dejado hace ya tiempo de ser un recurso in extremis, tal y como parece deducirse del espíritu con el que fue creado. Acudir al Constitucional se ha convertido en poco menos que una rutina a la hora de impugnar decisiones de losdistintos Gobiernos, en unos casos con causa, pero en otros cargados de ánimos dilatorios.- Desde febrero de 1981 a febrero de 1986 se dictaron alrededor de 500 sentencias, mientras que desde esta última fecha hasta agosto de 1988 se elaboró otro medio millar. El crecimiento es de tal calibre, que lógicamente, como han denunciado diversos juristas y políticos, es posible que la cantidad haya perjudicado a la calidad.
Nos encontramos, pues, con que el Constitucional va creando un voluminoso cuerpo de doctrina, perfilando muchos artículos de la Constitución de 1978, con el peligro, siempre presente, de que sus criterios sean en exceso juridicistas y sus interpretaciones demasiado rígidas, de forma que, si no en la forma, en el fondo pueden llegar a alterar las intenciones políticas de sus redactores. Esta crítica, sin embargo, no puede ir dirigida a los miembros del Tribunal; el sistema de elección de los magistrados, con participación mayoritaria de las cámaras, puede no ser perfecto, pero desde luego debe dar suficientes garantías de imparcialidad a instituciones, partidos y ciudadanos.
Los últimos ejemplos de sentencias sobre conflictos autonómicos son claras muestras de esta casuística. La falta de discusión política de que hacen gala los partidos, con los socialistas en primera fila, imposibilita el desarrollo de los contenidos del Título VIII. Esta ausencia de juego político es suplida, por unos y otros, con el recurso demasiado frecuente -y demasiado cómodo- al Constitucional, que, pasito a paso, ejerce casi como una tercera cámara, alumbrando pasillos que los políticos no se atreven a pisar.
No es de recibo que el PSOE eche el freno a conversaciones autonómicas porque el Partido Popular o el Centro Democrático Social lleguen a acuerdos para desbancar a los socialistas de alcaldías o Gobiernos regionales. Tanta política de vía estrecha y tanto pavor al simple inicio de debates para retocar artículos de la Constitución van a traer como consecuencia indeseable que al final nos encontremos con que un grupo de juristas, todo lo prestigiosos que se quiera, pueden tocar de hecho lo que no se atreven a hacer los políticos: el espíritu de la Constitución.
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