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Mitsuko

La historia del hombre es un amontonamiento de divanes, horóscopos, quiromantes, tesis de personalidad y tantísimos intentos de descubrir los límites del "otro". Ya sea para el odio como para el cariño, conocer a los otros se supone que es una forma de poseerlos. Y la posesión del mundo y de las gentes sigue siendo la vía más genuinamente occidental a la tranquilidad. En realidad las personas se manifiestan exactamente como lo que son en la mesa y en la cama, esos lugares donde las tempestades del cuerpo se ven obligadas a pasar por las cañerías de la sensibilidad. La conversación civil con el camarero en vez del despotismo feudal del parvenu, la caligráfica caricia a la señora en lugar del revolcon forzado dicen más de nosotros que los millones de fichas indelebles del ordenador Berta.Eso lo sabía desde hace años la señora Mitsuko Nakanishi, la geisha que tuvo como cliente de postín a un político de cuerpo marchoso llamado Sosuke Uno. Probablemente Mitsuko fue educada en esa discreción oriental bajo la que se oculta, como en todas partes, la humillación permanente de la mujer por el hombre. Y así habría continuado, discreta y profesional, de no haber visto a Uno convertido en primer ministro de su país. Sólo entonces Mitsuko se dirigió a sus conciudadanos para decir que la autoridad moral del gobernante se ha de ganar tanto en la cámara como en la cama. Y recordó que ninguna dignidad pública puede sostenerse sobre la sórdida dominación en lo privado.

El gesto de esta mujer ni pretende redimir a su oficio ni tampoco vocear la cana al aire de nadie, pero es un alegato de la calidad por encima de la cantidad. Lo que Mitsuko denuncia es lo que cada día miles y miles de españolas callan: ese trasfondo sombrío de una sociedad supuestamente macha que ha sustituido la tierna guerra de los besos por la impunidad brutal del quien paga manda. Media docena de Mitsukos más y los hijos de geisha llevarán su condición como un honor y no como un insulto.

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