Discursos y ceremonias públicas
Caracteriza a la clase política y al Estado modernos la pretensión (que en los regímenes autoritarios y totalitarios se afirma con ostentación y en las democracias con cautela) al monopolio del discurso público. Los políticos pretenden definir la situación o el estado de la nación, la agenda de sus problemas, por orden de importancia y de urgencia, y las alternativas entre las cuales debe tomarse una decisión. Esto plantea, sin embargo, inevitablemente, algunos problemas. Porque dado que los políticos suelen ser miembros de organizaciones oligárquicas burocratizadas (partidos u organismos públicos) y quieren prosperar en ellas, y dado que, para prosperar en ellas, tienden a adaptarse a las rutinas y a los lenguajes estereotipados de las mismas, ocurre, en consecuencia, que muchos políticos y funcionarios desarrollan hábitos de inercia mental considerable, aprenden con dificultad lo que no sea ajustar o alternar los instrumentos de política que le son familiares y viven, casi siempre, forzados y a remolque de los acontecimientos. Por tanto, sin tiempo ni inclinación a pensar por su cuenta, los políticos, si quieren distinguirse, tienen que estar atentos a las nuevas ideas, los nuevos lenguajes y los nuevos problemas, que les vienen, invariablemente, de fuera, es decir, de la sociedad: de los grupos de interés o los movimientos sociales, de los jóvenes o los viejos, de los hombres o las mujeres. Tienen que dedicarse de manera continua y sistemática a la propiciación de las ideas, el lenguaje y las definiciones de los problemas de la sociedad para devolverlos a ésta como ideas, lenguajes y problemas políticos. En esta metamorfosis está la clave del éxito de la pretensión de muchos políticos al liderazgo moral de la comunidad.En esa tarea, los políticos suelen recibir la ayuda de los intelectuales, aunque sea con (mutua) reticencia. Los intelectuales no sólo crean, elaboran o racionalizan los símbolos políticos, sino además consideran que una de sus obligaciones consiste en exhortar, denunciar y vigilar al poder político, lo cual, aun revistiendo con frecuencia forma de crítica, resulta casi siempre en una exageración de las expectativas sociales acerca de lo que el poder político puede y debe hacer a costa de lo que la sociedad podría y debería hacer por sí misma. De esta manera, muchos intelectuales modernos se constituyen, inconscientemente, en cortesanos del Estado al que, en definitiva, exaltan, directa o indirectamente, menos con halagos que con quejas.
Probablemente esa fuerte tradición estatista de los intelectuales, y este sesgo suyo, expresado ambiguamente, en favor de la clase política, se debe a una proclividad autoritaria implícita en su oficio: su propensión a oficiar como sacerdotes de la cultura, decir a las gentes lo que deben pensar, lo que deben sentir, en qué lengua deben hablar, a qué cultura o a qué nación pertenecen, cuál es su identidad colectiva, cuáles deben ser sus gustos. De aquí la afinidad autoritaria entre los intelectuales, los clérigos y los políticos; y de aquí la razón de sus mutuas ambivalencias, puesto que se disputan el papel de educadores, profetas éticos o guías espirituales del pueblo.
Pero la ayuda más importante que los políticos reciben a la hora de cumplir su papel de oficiantes de las ceremonias públicas procede, sin duda, de los medios de comunicación. Las técnicas modernas de comunicación permiten maximizar el efecto retórico de las palabras y los gestos de los políticos, multiplicando su presencia y su impacto, y realizando de este modo el sueño de los monarcas absolutos del pasado, que bien hubieran querido hacer llegar su imagen, que imaginaban refulgente como la de un sol, al humilde o enaltecido hogar de todos sus súbditos. Lo que era antes el rey con su corte, el foco de todas las miradas, lo es ahora la clase política, con su corte periodística y electrónica alrededor. Los medios concentran sus luces sobre el escenario público; seleccionan, de preferencia, personajes y acontecimientos políticos; transforman a los políticos en caracteres dramáticos, y fuerzan lo que sucede en el molde de una trama argumental relativamente estereotipada. Ensayan, a veces, la comedia, con su desenlace feliz; a veces, el drama, con sus enfrentamientos heroicos; a veces, la tragedia, con el fracaso final del héroe o su muerte. Convierten de este modo la política en una representación teatral ante una sociedad convertida en público espectador.
La democracia liberal se puede convertir así en un espectáculo entretenidísimo, que las gentes pueden contrastar favorablemente con la monotonía de algunos regímenes autoritarios. Siempre están sucediendo cosas; hay giros sospechados en el desarrollo de la intriga y tránsitos frecuentes de la comedia al drama, del drama a la tragedia, de la tragedia a la comedia, o viceversa (por no hablar de las mezclas de géneros, como el melodrama o la tragicomedia). Los medios de comunicación consiguen así efectos de fascinación en un público que, escaso quizá de otras emociones, vive vicariamente estas pasiones o agitaciones ajenas.
Dejando aparte el hecho, por otro lado crucial, de que el contenido de esta estilización dramática de los acontecimientos puede respetar su verdad o, por el contrario, puede falsearla, dándonos como espectáculo un fraude, hay que tener en cuenta que el proceso mismo que acabo de describir puede favorecer la identificación moral y emocional de la sociedad con la clase política, al precio de convertir la sociedad en una suma de espectadores pasivos y de concentrar la acción dramática en los políticos.
No tiene por qué ser así. Por dos razones. Primero, porque cabe ofrecer una representación dramática distanciada (brechtiana, si se quiere) de lo que hacen políticos y funcionarios, lo que quizá aumente la inteligencia, el grado de libertad y la capacidad de intervención del espectador. Segundo, y sobre todo, porque hay muchísimas actividades sociales, económicas y culturales que tienen como objeto la solución de problemas colectivos y pueden ofrecerse como espectáculos de la vida colectiva sin intervención alguna, o con una presencia marginal, de la clase política. Pero sucede que son muchos los políticos, los intelectuales y los periodistas que concurren en esta definición del espectáculo de la vida colectiva como espectáculo estatal, o propio de los políticos; y de este modo, con la pasiva complicidad de ésta, expropian a la sociedad del espectáculo de sí misma.
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