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Monopolio para engañar

Ya se acabó la campaña electoral. Hasta la próxima. Los candidatos ya se han, despojado de los uniformes y disfraces que se suponía que vendían mejor en el mercado de los votos. No es que esté haciendo una malévola denuncia de conductas consistentes en pagar con dinero los votos de los electores. Aun sin llegar a rasgarnos las vestiduras (gesto que ha perdido su antiguo significado en esta sociedad de consumo en que las vestiduras, rasgadas o no, se renuevan con ritmo estacional), podemos afirmar, con digna indignación, que tales cosas, propias de otras épocas, ya no se llevan. Es mucho más barato comprar el voto del elegido que el del elector. Y mucho más seguro; porque el voto del elegido no es, casi nunca, secreto.Tampoco me refiero a otra venta de votos que se entregan a cambio de promesas, muchas de ellas valorables en, o, sin más, consistentes en dinero, que se repartirá, si vence el prometedor, por los vericuetos de los presupuestos públicos. Este mercado político de futuros está generalmente aceptado como santo y bueno; más aún, sin él se eliminaría uno de los ingredientes básicos de cualquier oferta electoral. Y muchos se escandalizarían si a eso se le llamara compra, ya que, para entenderlo mejor, se denomina redistribución presupuestaria del PIB, política de desarrollo regional, o políticas incentivadoras de la producción, o de otras varias maneras, incluso defensa de la dignidad nacional.

Sin embargo, la digna terminología mercantil entreverada de barbarismo gramatical ("vende" en vez de "se vende" o "se compra") es precisamente la que prefieren los técnicos en seducciones colectivas, versión moderna de los viejos sofistas, pero a los que cabría mejor el nombre de imaginistas u otro que ronde por ahí cerca.

Todos sabemos, y hemos podido comprobar una vez más que en campaña electoral se exacerban las apariencias, que los candidatos se estereotipan (algunos, la verdad, necesitan para ello muy poco esfuerzo), las ideas se simplifican hasta que casi dejan de ser ideas para acercarse, en su expresión gramatical, a poco más de interjecciones, se intenta agudizar los perfiles, sustituir el difuminado entre las distintas opiniones por claroscuros machacantes, algunos apelan al resentimiento, al sentido de la conservación, e incluso los más devotos de Machado procuran que la gente utilice la cabeza, como mucho, para embestir. Muchos propagandistas tienden a simplificar hasta el adefesio, a ponerse bordes, y a buscar apoyo en la animadversión suscitada contra los competidores. Por ello es período de floración de insultos, agresiones verbales, escandalosas insinuaciones, amenazas y mentiras descaradas.

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Y, sin embargo, los períodos electorales no son los peores. Las técnicas para adormecer la capacidad de razonar del elector, que es el verdadero fundamento de su libre toma de decisiones, son medios utilizados en el intento de limitar su libertad mediante la obnubilación de su mente. Y la esencia de la democracia representativa es que lo sea de hombres libres, no de sujetos cegados por el miedo, la pasión o el error. Ya sabemos, en historia no muy lejana, adónde llegaron electores aterrorizados. Pero esas técnicas son menos peligrosas, en muchos casos, en campaña electoral. La gente sabe que se trata de arrastrarla a una decisión, las seducciones se presentan variadas, y muchos son capaces de descontar el margen de mentira, exageración e histrionismo que, unos más que otros, utilizan en la campaña electoral.

Las técnicas de propaganda son más eficaces todavía en la vida ordinaria, cuando se presentan con menos aire militante, con pretensión de objetividad y de serenidad fría. En ellas se observa, cada vez más, el predominio de la imagen sobre las palabras. Otra de sus características es su agobiante reiteración. No es, ciertamente, ningún descubrimiento. Como tampoco lo es que, frente a dichas asechanzas, sobre todo si son unívocas, estamos más indefensos.

La invasión de la imagen y la voz, el martilleo de los medios de adoctrinamiento, hacen que el individuo esté sujeto a un asedio permanente para hacer de él un gregario. Cicerón, cónsul, tuvo que echar cuatro discursos, dos al Senado y dos al pueblo, para desbaratar los intentos de Catilina. Con un monopolio televisivo no le hubiera costado tanto esfuerzo; como es más que probable que, de haber sido Catilina el monopolista, el que hubiera tenido que escapar de Roma hubiera sido Cicerón (aún no había en Roma pretorianos).

La Ilustración, el siglo XVIII, a través de caminos con frecuencia muy cruentos, nos trajo las formas e instituciones políticas que hoy se llevan en el mundo que llamamos libre, y que lo es, desde luego, más que otros. A la gente se le dan derechos en las leyes, y la gente, haciendo uso de su razón, actuará conforme a su propio interés y conveniencia, en cuanto elector y en cuanto titular de derechos frente al poder.

El entusiasmo inicial pronto fue enfriado por la experiencia. Rápidamente se vio que el pueblo no podía, en casi ningún lugar, detentar el poder, sino sólo elegir a los que lo detentan de verdad; éstos se sintieron inclinados a aprender, por tanto, las artes de la seducción. También se vio que los derechos, incluidos los políticos, eran poca cosa si los titulares resultaban ser proletarios miserables o campesinos hambrientos. Un esfuerzo indudable de adaptación presíonada transformó, dentro del sistema de libertades, a esos proletarios y campesinos en sujetos con la sustancia económica necesaria para el manejo de sus derechos, situación de la que una parte de los países libres se encuentra, todavía, alejada.

Pero tampoco eso basta para hacer un ciudadano libre. El individuo necesita instrumentos para poder pensar por sí mismo, y no sólo un cierto bienestar mínimo. Quien transfiere a otro la facultad de pensar no es un buen sustento de un sistema democrático libre. Las gentes necesitan instrucción, no doctrina; ni, menos aún, sustituir decisiones por reflejos condicionados.

En la medida en que no se dan las condiciones ideales de libertad individual el sistema se deteriora y es, a la vez que menos libre, menos democrático. No es fácil que se dé la situación perfecta, pero, dentro de

apariencias formales semejantes, puede haber realidades bastante distintas. No se trata, desde luego, de romper la baraja porque la realidad esté lejos de la utopía. Pero sí de pensar que el modelo requiere un esfuerzo de adaptación permanente. El modelo teórico de democracia en libertad es el que está plasmado en la Constitución: una democracia de hombres libres. Lo que nos acerque a él será democrático; lo que nos aleje de él será antidemocrático. Es así de sencillo.Los que tienen o aspiran al poder, en cuanto se sirven de técnicas de seducción, pueden estar tentados de utilizar procedimientos que tienden a reducir la capacidad de decisión libre de los sujetos. Si unos lo hacen, los otros seguirán, probablemente, en mayor o menor medida, esa dinámica, ya que la verdad no es, con frecuencia, una triaca suficiente para el veneno de la mentira. Y esto es muy difícil de atajar, porque la libertad de expresión, que está en la raíz de todas las liberta des, se utiliza fácilmente como cobertura del interesado deseo de engañar. No suele haber seducción sin engaño. Al fin, la verdadera defensa frente al engaño reside, esencialmente, en la perspicacia del pretendido do.

Pero si el empeño de engañar es inevitable, sí lo es, por ejemplo, el monopolio para hacerlo. El monopolio de los medios que se utilizan para seducir mediante imagen y palabras produce una tal distorsión del sistema que puede invalidarlo como democracia en libertad. Porque, sin monopolio, un engaño puede ser contrarrestado con otro, y cabe siempre que los adversarios puedan desengañar a la legión de hombres que se pretende gregarizar. En esa situación de monopolio nos encontramos en relación con los mensajes que recibe la mayor parte de los españoles. Y, aunque con Franco estábamos peor, esta situación no es de recibo ni para españoles. Al menos, eso es lo que pienso como español que vive en España. Es posible que algunos de por ahí fuera puedan ver con admiración lo que aquí sucede, dados los antecedentes no tan lejanos. Pero eso no me consuela. Eso sólo reconforta a los que tratan de seducir con engaño. No a quienes creemos que, en vez de acercarnos al modelo, nos alejamos de él, o, si vemos las cosas con espíritu bondadoso y adulador, estamos estancados.

Ya sé que el lavado de cerebro colectivo no es capaz de suprimir la conciencia individual. Ya sé que minorías recalcitrantes pueden obrar milagros, penetrando la espesa capa de protección pública de la conveniente manera de comportarse. Pero también sé que aquí no hay igualdad de oportunidades para los discrepantes, y que somos menos libres, y menos democráticos, de lo que dicen que somos y, desde luego, de lo que pudiéramos ser. ¿O es que todo eso se hace para protegernos de los demonios familiares de infausta recordación? ¿Y a mí que me parece que el peor demonio familiar es el que tienta para acumular, concentrar y mantener poder, poder que será utilizado, sin duda, para proteger al pueblo frente a sí mismo?

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