Paso pequeño, paso grande
Hoy hace 20 años que, por primera vez en la historia, un hombre puso el pie en la Luna. Fue un pacífico domingo de verano, el 20 de julio de 1969, cuando un módulo del Apolo 11 tripulado por tres astronautas se posó, tras complicada maniobra y levantando nubes de polvo, en la planicie lunar denominada Mar de la Tranquilidad. Después, Neil Armstrong, uno de los astronautas, bajó la escalera del artefacto diciendo: "Esto es un paso pequeño para el hombre, pero una zancada de gigante para la humanidad", e inició su legendario paseo por la superficie de la Luna. La inmensa mayoría de los cientos de millones de personas que siguieron por sus televisores el acontecimiento apenas si repararon, aturdidos por la espesa cortina de palabras de los locutores, en el extraño sentido, por no decir sinsentido, de aquella frase. Luego aclararía Armstrong que su intención no fue decir "el hombre", sino "un hoMbre". Su idea era, sencillamente, que el último paso de la escalera a la superficie lunar fue pequeño para el hombre concreto que lo dio, pero grande en importancia para la humanidad.El triunfo del Apolo 11 fue aclamado como uno de los momentos estelares del siglo. En la medida en que representaba un triunfo de la técnica, parecía favorecer el punto de vista de quienes opinan que la historia es un relato en el cual los científicos y los tecnólogos transmiten señales -es decir, mensajes con sentido-, y los políticos, sólo ruidos e interferencias.
A finales de los años sesenta, sin embargo, ya hacía tiempo que la tecnocracia había empezado a revelarse como un gigante que tiene los pies de barro. El vuelo del Apolo marcó evidentemente, como en su día el viaje de Colón, la última frontera del espacio recorrido por el hombre. Y como sucedió con las carabelas españolas, su fletamiento fue financieramente posible gracias al sueño de poder de un político, en este caso el presidente Kennedy, que, celoso por la hegemonía espacial de los Sputnik soviéticos, había lanzado al mundo el temerario desario de comprometerse a que el hombre pisara la Luna antes de acabar la década, lo cual significaba, entre otras cosas, promover los astronómicos presupuestos de la NASA.
Pero cuando ese desafio se cumplió hacía ya seis años que unas balas asesinas destrozaron el cráneo de Kennedy. Norteamérica había caído en la trampa de la guerra de Vietnam y los drásticos recortes impuestos por la Administración a los gastos para la exploración del espacio justificaban el desconsuelo del ingeniero Werner von Braun, que vaticinaba un negro futuro para los vuelos espaciales norteamericanos posteriores al período del proyecto Apolo. Y no deja de ser, como señala Clarke, una ironía que el hombre que capitalizara el triunfo del alunizaje de 1969 fuese precisamente un rival de Kennedy, el presidente Nixon, quien más tarde, cuando casi parecían haberse disipado ya, uno tras otro, los sueños de la década prodigiosa, se vería obligado a dimitir del cargo por haber mentido al pueblo americano.
Volviendo ahora los ojos al pasado, el viaje a la Luna del Apolo 11 sería el brillante colofón de la primera etapa de la cosmonáutica. Los 20 años subsiguientes definen una segunda era, mucho más ajustada en presupuesto, de estaciones y lanzaderas espaciales. En eliá, Norteamenca y la URSS siguen desempeñando, con diferente ventaja, los papeles que adjudicó a la liebre y a la tortuga en su conocida fábula el maestro Esopo. La estrategia consistente en avanzar a pasos pequeños y constantes, sin prisa pero sin pausa, ha garantizado a los soviéticos la proliferación y sucesiva nejora de estaciones Mir y la consolidación de un asentan-úento sistemático en el espacio. El método norteamericano de grandes zancadas discontinuas, no siempre hacia delante, cuenta en su haber con desastres tan dolorosos como el sucedido con el Challenger en 1986 y éxitos como el del Discovery en 1988.
En el momento actual, en que, inversamente a los años sesenta, la política parece revelarse más eficaz en la eliminación de supuestos y residuos de la guerra fría, mientras la tecnología no cuenta ya con tan buena prensa, la voluntad de poder de Kennedy hubiera tenido que buscarse otro objetivo. La presión demográfica y el deterioro de los recursos terrestres continúan reclamando, sin embargo, desde la desesperación de la impotencia, el cumplimiento del sueño que mantuvo en vilo, antes y después de la revolución soviética, al visionario ingeniero Tsiolkovski: la Tierra es la cuna del hombre y tarde o temprano éste, como todo adulto, deberá abandonarla para salir al espacio.
Cómo y cuándo será esta salida, si es que alguna vez tiene lugar; cómo y cuándo, desafiando la gravedad, el ser humano se instalará permanentemente en el espacio, es algo que no puede preverse. La proeza tecnológica de lograr que el paso natural que llevó a los seres vivos del agua, nuestro primitivo elemento, a la tierra se continuase con el paso artificial que llevaría al hombre de la tierra al aire no sería probablemente más ardua que el esfuerzo moral de sustituir el uso bárbaro de la tecnología por el uso inteligente de la misma. Cuando uno se pierde en semejantes cavilaciones, le resulta cómodo imaginar que la elemental sabiduría del inconsciente -de Arnistrong quiso aludir con el lapso "un pequeño paso para el hombre, grande para la humanidad" a la sutil hipótesis hegeliana de -la astucia de la razón, entidad teórica que es capaz de urdir y tramitar las más grandes y nobles empresas con el mezquino material de las pasiones humanas.
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