Penas de muerte
Parece mentira, pero es cierto. Los medios de comunicación nos están informando estos días de variados casos en los que órganos judiciales de diferentes países han sentenciado a muerte a ciudadanos, y que esas sentencias unas veces ya se han ejecutado (China, Cuba, Suráfrica) y otras, se está en camino de ello (EE UU y Suráfrica, de nuevo). Y tal estado de cosas nos compele a efectuar algunas reflexiones sobre la pena capital.La primera reflexión es propiamente una constatación: el desarrollo de la civilización supuso, en un primer momento, una humanización en la forma de ejecutar la pena, despojándola de los aspectos más crueles (de la crucifixión, o lapidación, a la horca o guillotina), y en un segundo momento, una franca retirada en su aplicación, bien por la vía de dejarla reducida a muy específicos delitos, bien finalmente por acabar suprimiéndola.
La segunda reflexión hace referencia a que en la actualidad no puede efectuarse un análisis simplista, afirmando que la pena capital se encuentra abolida en los países civilizados, pues ahí está el caso de EE UU, lo cual evidencia que existen estridentes puntos de contacto en la legislación de países de muy diverso signo que mantienen dicho castigo.
Por otro lado, la persistencia de la pena capital en países desarrollados muestra también que así como determinadas conductas del poder político se hallan hoy unánimemente rechazadas (aun siquiera formalmente, como es el caso de las torturas), este otro tema de la ejecución de delincuentes no ha conseguido obtener su rechazo, suficiente carta de naturaleza y consenso social.
Y ello nos conduce a la siguiente reflexión que hace referencia a que sondeos realizados ofrecen a menudo el resultado de que la opinión mayoritaria es favorable al mantenimiento -o restablecimiento- de la pena de muerte para determinados delitos. Tales pálpitos ciudadanos son sin duda una valiosa coartada para los gobernantes y legisladores de turno para conservar sus permisos para matar, pero también reflejan que la ciudadanía es especialmente sensible a algunos delitos y consideran que deben ser castigados muy severamente. En este sentido, puede haber una clara ligazón entre el que los ciudadanos españoles se muestren en un sondeo realizado, en un 57,6% en favor de la pena capital para los delitos de terrorismo (La Vanguardia, 9 de julio de 1989) y el que, en realidad, las condenas de cientos de años a algunos delincuentes de tal naturaleza se vean luego en la práctica reducidas a 16 o 17 años de prisión efectiva (declaraciones del fiscal de la Audiencia Nacional, señor Gordillo, EL PAÍS, del 30 de junio de 1989).
Verosímilmente, lo que los ciudadanos españoles están mostrando es que tal estado de cosas no puede seguir así, y por ello consideran procedente la sanción penal máxima, teniendo a la vista la verdad real del cumplimiento de penas por delitos muy graves.
Precisamente uno de los muy variados y valiosos argumentos de las posiciones abolicionistas -en las que desde luego estamos- es que con la supresión del homicidio judicializado o legal que es la pena de muerte, no se trata de que la sociedad haga dejación de su derecho a sancionar muy gravemente con largas condenas a los elementos antisociales que infringen de forma máxima las normas de convivencia, sino que, entre otros aspectos, se quiere evitar la irreparabilidad de la pena capital, impidiendo con su ejecución tanto el rectificar siempre posibles errores judiciales como la vía de la eventual reeducación y reinserción social de los delincuentes (artículo 25.2 de nuestra Constitución), tras cumplir sus condenas.
Por todo ello, con la única legitimidad de haberme visto en el trance de tener que defender a un conciudadano ante un tribunal militar, de una solicitud fiscal de pena de muerte (allá en 1975), alzo mi modesta voz contra esas ejecuciones, unas ya realizadas, otras al parecer inminentes, que son manifestación del poder vengador y represivo máximo de unos Estados anclados en este tema en el arcano de los tiempos, que admiten en sus legislaciones residuos históricos que van contra la evolución, mejoramiento y mayor justicia de la sociedad humana, y que contemplarán con vergüenza al cabo de unos pocos años que fueron los últimos que mantuvieron tan lamentable sanción -la pena de muerte-, que ni servía de modo alguno de apoyatura o defensa para su edificio social, ni tenía en absoluto la mínima eficacia disuasoria y ejemplificadora, como está sobradamente demostrado.
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