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Empleo y crecimiento económico

Fernando Luengo

La reforma iniciada hace algunos años en los países de economía centralizada exige, según el autor, alcanzar un amplio acuerdo social y político en el que se definan los contenidos, los medios a utilizar y los plazos de las políticas de ajuste estructural, así como las contrapartidas ofrecidas a la población.

Las economías de planificación central están llevando a cabo a lo largo de las dos últimas décadas reformas dirigidas a crear las condiciones de un crecimiento económico duradero. En la medida en que ya no es posible incrementar sustancialmente la oferta de recursos productivos, se están instrumentando políticas cuyo objetivo es promover su utilización más radical. Así, con la pretensión de mejorar la productividad del sistema económico, se han adoptado disposiciones que han modificado, en grados diversos según los países, las condiciones en que se han organizado y ocupado los recursos de fuerza de trabajo.Se han descentralizado parcialmente a nivel de las empresas los criterios de utilización de la fuerza de trabajo, a la vez que se han establecido índices de rentabilidad que han condicionado la evolución de los ingresos y que han conducido a una mayor diferenciación salarial. Se ha asistido a una redistribución de la población activa ocupada entre sectores y ramas de la actividad económica, de modo que algunas actividades -principalmente industriales- han liberado excedentes de fuerza de trabajo que se encontraban insuficientemente utilizados.

Al mismo tiempo se ha intentado mejorar la oferta de bienes de consumo, de producción interna y, en una medida mucho menor, de importación, con un componente cada vez mayor de bienes de consumo privado, con lo que se ha tratado de asegurar la plena convertibilidad interna de las rentas percibidas y el acceso a patrones de consumo crecientemente diferenciados.

Finalmente, se está abriendo camino con fuerza la idea de desestabilizar, al menos en parte, las relaciones laborales, tradicionalmente dominadas por la estabilidad y el pleno empleo, para, de este modo, estimular la productividad y poder redistribuir los recursos de fuerza de trabajo de acuerdo a las nuevas prioridades productivas.

Con este planteamiento se está cuestionando, en suma, e¡ modo de gestión de la fuerza de trabajo característico de la fase de crecimiento extensivo, sustentado sobre los siguientes principios: pleno empleo como premisa política, en correspondencia con una estrategia de máximo aprovechamiento de las potencialidades productivas internas; bajos niveles salariales; reducida dispersión remunerativa, dentro de una concepción igualitaria que permitía la cobertura de las necesidades básicas, definidas por la jerarquía burocrática; regulación administrativa de la utilización de los recursos de fuerza de trabajo por parte de las unidades productivas, en el marco de una planificación imperativa y centralizada; máxima disponibilidad de la fuerza de trabajo dentro de las empresas, en ausencia de organizaciones sindicales independientes y en un contexto de fuerte presión del aparato estatal sobre los organismos económicos, y oferta de bienes de consumo, determinada desde las instancias centrales, sometida a la prioridad de la industrialización y con un fuerte componente de bienes de consumo público.

Industrialización acelerada

El modelo descrito contribuyó a movilizar y concentrar los recursos productivos en torno a los objetivos de la industrialización acelerada. Pero este modelo ha entrado, en la fase actual, en una crisis profunda e irreversible, que no es sino un eslabón más del resquebrajamiento de la estrategia de crecimiento subyacente en el patrón de industrialización soviético, aplicado en todos los países del Este europeos y que se ha manifestado en el agotamiento de las posibilidades de un crecimiento extensivo. En este sentido, parece evidente que la consolidación de nuevos mecanismos de acumulación intensivos requiere una redefinición de las condiciones de gestión de la fuerza de trabajo.

Las medidas antes referidas han tenido efectos positivos a corto plazo sobre la productividad del trabajo, por cuanto que han permitido liberar fuentes de crecimiento económico interno. Sin embargo, el nuevo planteamiento ha presentado una serie de insuficiencias y elementos contradictorios, que han limitado su alcance.

La utilización intensiva de los recursos de fuerza de trabajo exige que en el reparto de la renta nacional se conceda una importancia mayor al consumo. Esto implica garantizar el crecimiento de las rentas reales, la atención a los grupos sociales más desprotegidos y el abastecimiento en cantidad y calidad suficiente del mercado interno.

Sin embargo, en la mayor parte de las economías de planificación central se ha continuado privilegiando la acumulación, no sólo para la consolidación y expansión de las actividades modernas, sino también para el mantenimiento y la ampliación de una industria con fuertes componentes de atraso. Asimismo ha tendido a reducirse la parte de la renta nacional que es utilizada internamente, con el objeto de poder atender la demanda de importaciones y los pagos financieros vinculados a los elevados niveles de endeudamiento alcanzados.

El necesario ajuste estructural que las políticas reformistas pretenden instrumentar -que, básicamente, consiste en el reagrupamiento de los recursos productivos en aquellas actividades de alta densidad tecnológica y con mayor potencial de crecimiento- conducirá, probablemente, a un eventual empeoramiento en el nivel de vida de la población. En todo caso, el resultado del saneamiento económico, en términos de mayor bienestar social, sólo será perceptible a medio plazo.

Posiciones contrapuestas

Pero la población está habituada a unas condiciones de estabilidad -en materia de rentas, precios de bienes de consumo y empleo- que no será fácil modificar. Sobre todo si determinados aspectos de la política de ajuste estructural se van postergando, en aras de un intento de conciliar posiciones contrapuestas. En este sentido, los poderosos intereses corporativos, vinculados a la planificación burocrática centralizada y al aparato productivo que resultó de la industrialización forzada, han hecho valer sus posiciones, todavía privilegiadas. Ello ha supuesto la conservación de determinadas formas de organización administrativa de la economía, conforme a los principios jerárquicos, y el mantenimiento de empresas, y los recursos productivos a ellas afectados, que no se adecuaban a los nuevos criterios de rentabilidad.

El resultado de esta dinámica ha sido que la estrategia reformista se ha ido unilateralizando en sus planteamientos, hasta convertirse, frecuentemente, en un discurso reiterativo dirigido a que la población acepte fuertes medidas de austeridad que incluso ha conducido a un efectivo deterioro en el nivel de vida.

La reforma, para que sea un proyecta viable, debe de ser global y, en consecuencia, capaz de integrar los ámbitos económico y político. Sólo con esta perspectiva cabe movilizar a la sociedad para vencer los obstáculos a los cambios y aprovechar todo el caudal de transformación que tal movilización puede generar.

Resulta imprescindible, igualmente, alcanzar un amplio acuerdo social y político en el que se definan los contenidos, los medios a utilizar y los plazos de las políticas de ajuste estructural, así como las contrapartidas ofrecidas a la población.

Finalmente, es necesario crear los mecanismos -sindicales, sociales y políticos- que permitan el control por parte de la sociedad de este proceso y que aseguren la canalización de sus preferencias.

Toda esta formulación, no obstante, sólo está insinuada en las políticas reformistas de los distintos países socialistas, si bien en algunos de ellos la democratización de la vida política y social emprendida en los últimos años está siendo verdaderamente notable.

Pero, en general, todavía se tiende a ofrecer soluciones fundamentalmente económicas, ignorando que la reforma ha adquirido una dimensión inevitablemente política, y a generar una dinámica que, de hecho, excluye a la población de las grandes decisiones, lo que inexorablemente conduce a la rearticulación de las relaciones jerárquicas.

Fernando Luengo Escalonilla es profesor en el departamento de Economía Internacional y Desarrollo de la universidad Complutense de Madrid.

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