Falta coraje
De un modo u otro la Europa económica se logrará. Pero hoy no se perciben ni las ideas, ni la voluntad, ni los instrumentos para llevar a cabo esa política. Al continente más rico del mundo le falta el coraje. Ésta es la mayor de las paradojas europeas.En 1945 se cerró un libro de la historia de Europa. Nuestros antepasados habían comenzado a escribir las páginas algunos siglos después de la caída del Imperio romano de Occidente, cuando ya se avecinaba el final del primer milenio cristiano.
Al término de esta larga parábola histórica, algunos europeos comprendieron que las antiguas rivalidades nacionales debían quedar sepultadas para siempre. Demasiado habían ensangrentado las tierras del mundo. Ellos no perderán tiempo. Concebirán un diseño político, adoptarán un método para llevarlo a cabo, harán efectivas y concretas sus decisiones primordiales.
Hasta ahora la intención de unir a Europa atravesó diversos altibajos, como una curva en s. No obstante, tal designio no ha muerto. Hasta ahora ninguna de las naciones de Europa tuvo el temerario coraje de confesárselo y negarlo abandonando la Comunidad.
Hace pocos meses los europeos fueron testigos de un acontecimiento de extraordinario valor simbólico. Sirvió para recordarles que la intención de unir Europa está inscrita en su futuro. Las cenizas de Jean Monnet reposan en París, en el Panteón. Al permitir que esto sucediese, el presidente Mitterrand ha igualado la obra de Monnet, el arquitecto de Europa por excelencia, a la de los constructores de Francia en el período que abarca de Richelieu a Colbert. En el mismo momento en que Monnet era elevado a la dignidad del Panteón, Francia se desprendía de su historia nacional, con el más amplio concepto de Europa, para hacer de ella un don a los europeos.
Hoy, con gran atraso, la Comunidad ha decidido, con el proyecto del Mercado Interno Europeo (MIE), hacer todo lo que recomendaba llevar a cabo cuanto antes el Tratado de Roma firmado en 1957. Un mercado, para existir, debe ser gobernado. Incluso los grandes mercados medievales de Milán o de Beaucare estaban regidos por reglamentos precisos, de medida, de peso y de calidad técnica de las mercaderías. Y a esas leyes se sometían florentinos y flamencos, además de castellanos y provenzales o suevos.
Un mercado sin reglas
Hoy aún no conocemos todas las reglas que gobernarán el gran Mercado Europeo. Sabernos que habrá normas técnicas comunes, pero no sabemos quién gobernará la moneda o las monedas de uso en ese mercado.
Robert Schuman dice que la Comunidad Económica habría producido la suficiente levadura para hacer crecer "una más vasta y profunda comunidad". La visión de Schuman nos recuerda dos cosas. La primera es si la construcción de Europa (aun la económica) declinará más allá de 1992. Lo que importa es que el proceso en curso no se interrumpa.
La segunda es que la realización de este proceso depende de nuestra capacidad de hacer operativa una paradoja. Nuestros padres fundadores decidieron unir Europa mediante una revolución basada en procedimientos abiertamente negociados.
Cualquier institución comunitaria es un edificio cuya construcción requiere la transferencia de los poderes utilizados también para construir el diferente y opuesto edificio del Estado nacional. Al acordar los procedimientos válidos para construir Europa, los Estados comunitarios se despojan de parte de su soberanía. Estas decisiones deben ser tomadas por hombres que, accediendo a altos puestos en sus propias naciones, juren ser custodios de la integridad.
El invierno pasado me escribió un amigo haciendo la observación de que la construcción del MIE debería encararse como un input, porque lo que Europa tendría que dar como output es algo muy diferente: es el quantum de democracia que tendremos que poner en nuestras instituciones; es el tener posiciones comunes, sobre temas como la deuda internacional; es hablar de relaciones políticas con una sola voz en la relación con amigos y no amigos.
Ahora, si éste es el esperado output de un input que es el gigantesco mercado que nos legitimará como el pueblo más rico de la Tierra, yo, ciudadano europeo, estoy constreñido a llegar a una conclusión y a formular una simple propuesta, en la misma vena en la cual avanzaba Paul-Louis Courier en los primeros decenios del ochocientos. Debo concluir que estoy viviendo un proceso casi seguramente irreversible de unidad económica. Además, que las cosas que sé o que creo saber no son muchas.
Sé, por ejemplo, que a los gobernantes que hoy guían a las naciones comunitarias de Europa les seguirán otros gobernantes y que estos hombres o mujeres, si el proceso de unificación de Europa debiera seguir, se encontrarán, incluso más que sus predecesores, en la situación de tener que tomar decisiones que corroerán los más sagrados principios sobre los que se basan las soberanías nacionales. En suma, cuanto más camine Europa hacia su futuro más constreñida estará a poner en cuestión los fundamentos del pasado y los del futuro. De un modo u otro, como dirían los ingleses, back to fundamentals. Pero los indicios no abundan. ¿Dónde están las señales que me confirmen que existe la voluntad de no permitir que la miel producida por los doce panales europeos deba ser administrada políticamente por otras manos que las nuestras? Como ciudadano europeo no busco certidumbres.
Fe y cultura
Sé que no se puede estar seguro del hecho de que a una irreversible unidad económica seguirá una irreversible unidad política. Lo que deseo, en resumidas cuentas, es saber qué es lo que se piensa en Europa, en las maneras realistas de unirla y en el papel que le compete desempeñar en el mundo. Lo que deseo es ver una señal de fe y de cultura, un gesto del espíritu y del pensamiento.
Entonces, la simple propuesta consiste en reunir los escasos granos de incienso espiritual de que aún disponemos en Europa para quemarlos en un acto de altísimo valor simbólico que debe remos mantener bajo custodia para traspasarlo a quienes nos seguirán en la vida.
Son los reyes y presidentes de Europa, acompañados de sus ministros y ejerciendo testimonio de la Iglesia cristiana, quienes deberán quemar esos granos de incienso, no para jurar, porque no se puede jurar dos veces y porque no estamos en Filadelfia sacrificando nuestra Constitución europea, sino para comprometemos a hacer lo que se ha deliberado en cada nación, lo que antes de ser emprendido será pesado poniendo en el otro plato de la balanza las razones profundas, vitales y misteriosas de Europa.
Europa es famosa por sus actos simbólicos. Sólo los actos de alto valor simbólico pueden devolver a Europa la fe en sí misma y la esperanza en el futuro, por estar segura que se prestará cuidado y atención a las razones de su unidad. Vivimos tiempos graves y tenemos necesidad de un viático para pasar el umbral del segundo milenio de la era cristiana. Reyes y presidentes son los símbolos de nuestra unidad nacional. Ellos, junto a sus ministros, y ante el testimonio de la fe cristiana, pueden consumar el gesto que los revele ante los europeos como garantía de la voluntad de comenzar a escribir el nuevo libro de su historia, desatando las paradojas que aprisionan a Europa.
Ellos pueden quemar esos granos de incienso espiritual en el Panteón de París para honrar al hombre de la nueva Europa y en Aquisgrán para honrar a aquellos que vivieron en los inicios de la vieja Europa, puesto que en las personas de nuestros reyes y de nuestros presidentes se resume la historia que fue y la historia que será.
Sin actos de valor simbólico no pueden existir actos de eficacia política de larga vida. Europa tiene necesidad de los primeros para lograr los segundos.
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