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Regeneracionismo y farsa

Fernando Savater

Los tiempos que corren son propensos a una especie de regeneracionismo político de la especie más chusca e indigente. La puesta en evidencia de casos de corrupción de mayor o menor gravedad entre especímenes de la clase política ha hecho subir el termómetro de la moralina en los medios de comunicación y en los discursos de cada partido. Muchos han llegado a la conclusión de que "la política es un asco", afirmación que puede extenderse con el mismo grado de verosimilitud o exageración a casi todas las restantes esferas de la actividad humana, incluidas algunas tan sublimes como la creación artística o el amor. Otros atribuyen la degradación vigente al partido gobernante o a modas tan reprobables como el individualismo y el consumismo, tópicos lejanos, no ya por referencia al franquismo (en el que lo único que permanecía políticamente incorrupto era el brazo de santa Teresa), sino bastante mas atrás, como revela aquella descripción dada por el viejo Hesíodo en Los trabajos y los días sobre la situación reinante en su época: "La lealtad al juramento prestado no merece premio, ni tampoco el ser justo, ni el ser bueno; al contrario, quien peca, quien comete injusticia, recibe honores; no hay Derecho en nuestras manos, ni tampoco sentido del honor..." etcétera.Algunos bienintencionados intentan salir al quite diciendo que la mayoría de los políticos están moralmente sanos, que siempre hay ovejas negras y que el acoso y derribo de todas las personas con representación pública desprestigia desestabilizadoramente a la democracia. Sí y no, según se mire. En efecto, no es probable que los políticos sean peores que nosotros, los que les hemos elegido; ni tampoco mejores, claro está, porque si fueran demasiado excelentes no habrían conseguido el voto de nadie. Se nos parecen, dicho sea en su acusación pero también en su descargo. Y es verdad que la mayoría de los políticos no cometen flagrantes latrocinios ni se dejan sobornar en exceso, pero ello no por miedo a las consecuencias negativas que puede traerles ese comportamiento. Como ustedes y como yo, no son más granujas sencillamente porque no se atreven. Claro que habrá personas a las que no se puede comprar ni con un millón de pesetas ni con 100 y ello exclusivamente por sentido del deber, pero son poquísimas, entre los políticos y en cualquier otro grupo humano. ¿Por qué creen ustedes si no que siempre se ha ensalzado tanto a las personas honradas, a los gobernantes justos y a los administradores no venales? Si fueran o hubieran sido alguna vez la regla general, nadie se hubiera molestado tanto en cubrirles de laureles...

Lo que de verdad desestabiliza a la democracia es dejar entender que sólo podrá resultar bien si políticos, sindicalistas y ciudadanbos se regeneran, convirtiéndose en dechados de virtud. Lo siento por mi admirado Montesquieu, pero hay que organizar el sistema democrático de tal modo que la buena voluntad de gobernantes y gobernados no sea el requisito básico para su adecuado funcionamiento. Por lo demás, allá cada cual con su conciencia pues nadie puede preocuparse en lugar de otro por determinar lo que de veras conviene hacer con su libertad. Todo ese regeneracionismo barato, esa obsesión de convertir la critica política en determinaciones psicológicas obvias (la ambición de César, la braga que seduce al banquero, etcétera) no son más que la cutre horterada nacional de siempre ascendida por ineptos a análisis sociopolítico. Cuando las cosas van mal en política es porque las instituciones no han sido pensadas y compensadas como es debido, no a causa de vicios privados tan viejos como la humanidad y que en mayor o menor grado todos compartimos.

Fijémonos, por ejemplo, en el impacto que todo este regeneracionismo alpargatero (cuyo boom comenzó en el 14-D, todo hay que decirlo) ha tenido en las elecciones al Parlamento Europeo. Prácticamente todos los candidatos se han dedicado al moralismo político de baja estofa, a deplorar la vesania de sus adversarios contra la honestidad pública o contra el debido respeto a los hijos de albañiles, a pedir votos de castigo y botes de propina para sus particulares misioneros. De Europa nadie ha dicho prácticamente nada que no quepa en el reverso de un sello de correos. Se dice que los españoles no están lo bastante motivados para interesarse por las cuestiones que atañen a la unidad política europea, y los candidatos que van a representarnos allí son los que más parecen desentenderse del asunto para ponerse a predicar desde su estrecho campanario: francamente, cuanto mas interesado esté uno en Europa, menos motivo encuentra para votar a nadie en estas elecciones.

En todo este jaleo de transfuguismo y corrupción, en cambio, la nube de moralina oculta las preguntas básicas que siguen sin hacerse: ¿cómo puede ser que el voto de un don nadie llegue a valer 100 millones de pesetas? ¿qué prebendas económicas sacan los partidos -y no ya sólo tal o cual corrupto personaje- de concesiones inmobiliarias o jugosos chanchullos semejantes? Lo que hay que hacer no es sermonear para que los políticos sean buenos, sino sentarse a pensar cómo controlar los focos de persuasión económica para que no tengan más remedio que serlo. Y aún más: ¿para cuándo la reforma de la ley electoral? ¿Hasta cuándo la triste farsa de las listas cerradas, sistema que no convence ya más que a los políticos (y si lo dudan que nos pregunten, que ya se lo aclararemos)? ¿Por qué no pueden elegirse a los parlamentarios por pequeñas circunscripciones, a la inglesa, para que los elegidos deban responder de aciertos y desaciertos ante personas que les conocen y que pueden controlar de cerca no su pureza ideológica, que maldito lo que importa, sino el estricto cumplimiento de las reglas del juego para el que se les ha elegido? Esperemos que cuando se queden ahítos los regeneracionistas de farsa y púlpito puedan plantearse las reformas oportunas: no de la naturaleza humana, sino de las instituciones vigentes.

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