Asuntos de espías
LA GUERRA de expulsiones entablada entre el Reino Unido y la Unión Soviética resultaría anacrónica si no fuera porque probablemente detrás de tan grotesco escenario se esconden intenciones políticas poco en consonancia con los tiempos que corren en las relaciones Este-Oeste.Pese a ciertas diferencias de apreciación, en Occidente nadie duda de la importancia de los cambios que tienen lugar en la URSS. En este clima, el problema del espionaje ha perdido mucha de la carga pasional que tenía en los tiempos de la guerra fría. Se trata, además, de una actividad que ha sufrido enormes variaciones como consecuencia de la evolución de la técnica y la diplomacia. Los principales secretos de ambos bloques militares son conocidos gracias a la observación por satélite. Al mismo tiempo, está funcionando bien la inspección mutua fijada en el tratado sobre destrucción de los misiles de alcance medio. Y cada vez es más frecuente la presencia de observadores de un bloque en las maniobras militares del otro. Todo ello contribuye a desdramatizar las labores de información que cada alianza militar realiza en los países de la otra.En cuanto a las últimas expulsiones, el Gobierno británico no ha presentado pruebas concluyentes contra las personas acusadas de espionaje y ha hablado de "actividades inaceptables" en términos vagos que no han convencido ni a la oposición laborista ni a otros sectores. Por ello es lógico atribuir un objetivo político a unas medidas que se producen precisamente en vísperas de la cumbre de la OTAN. Margaret Thatcher se ha quedado aislada en su exigencia de una pronta modernización de las armas nucleares de corto alcance tras un más que probable consenso entre Estados Unidos y Alemania Occidental. La intransigencia thatcheriana obtendría cierta legitimación si, entrando en una espiral de expulsiones mutuas, Londres y Moscú dan la impresión de un retorno a la guerra fría. Este cambio en la actitud de la dama de hierro -la primera en propiciar en Occidente una actitud favorable hacia Gorbachov- debe relacionarse también con el dificil momento por el que atraviesa en política interior como consecuencia de la recuperación laborista y la aparición de voces críticas dentro de su propio partido en contra del antieuropeísmo de la primera ministra.
Por otra parte, si era obvio que Moscú no podía encajar el golpe de Londres sin respuesta, resulta desproporcionada y absurda la decisión de reducir drásticamente el personal de las instituciones británicas en Moscú para que no supere el número global de los soviéticos en Londres. La idea de ese equilibrio refleja la mentalidad soviética de los tiempos en que se tendía a asimilar a todo extranjero con un espía. Parece como si con ello Gorbachov tratara de hacer concesiones a los sectores duros que le acusan de ser blando ante Occidente. Se trata, a la larga, de una actitud perjudicial para la perestroika, que necesita ampliar, y no restringir, la comunicación con el extranjero.
Conviene que los Gobiernos de Londres y Moscú discutan seriamente y cuanto antes la superación de tales anacronismos. Los asuntos de espías siempre acaban en una mesa de negociación. Sería bueno que en esta ocasión tal cosa ocurriera y sin perturbar una evolución internacional que a todos interesa.
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