Pabellón de reposo
Desde que su compañera de habitación murió de un enfisema, Dolores sólo habla con la perra. Jacinta, así se llama, viste hasta los primeros calores un chalequillo de punto de cruz color berenjena, y más que a un perro se parece a un, sapo. Pero da calor en la cama y mantiene la conversación, que es lo que le interesa a Dolores. Cuando estaba en la residencia de Miraflores ni siquiera tenía un perro con quien hablar, y lo pasó muy mal. Aquí, en la dehesa de la Villa, los pinos son una bendición, los hombres juegan a la petanca y desde el mirador se ven las cumbres nevadas del Guadarrama. A Dolores le gustan especialmente los domingos, cuando su nieto viene a visitarla y la lleva a los merenderos del club sindical. El nieto es lo único que le queda en el mundo y fue quien le arregló el papeleo de la residencia. Si no fuera por él hubiera seguido con aquella sopa boba que les daban en Miraflores. Sola como un perro.La dehesa por mayo es todavía un geriátrico razonable, la hierba está en su esplendor y el sol, todavía débil, no ataca las varices. Después, hacia el verano, la tierra se reseca porque los pinos crecen sobre arena, y con los primeros chiringuitos el pasto se llena de jeringuillas, preservativos y bolsas de comestibles. Lo peor son los domingos, con las paellas y las barbacoas.
Lo normal es ver en acción a los jugadores de petanca. Es una estampa de otro tiempo. El jugador va con un pañuelito de cuernos o con visera a lo Coppi, el torso generalmente desnudo, y se pasa las bolas de mano en mano por detrás de la espalda: El ruido de las bolas de la petanca al entrechocar produce un eco obsesivo, marino. La pista de lanzamientos suele ser improvisada: unos la prefieren con surcos; los que quieren impulsar la bola a mayor distancia la eligen absolutamente llana. Alrededor del lanzador se forma siempre un corrillo, porque la petanca es un deporte rural y detesta la soledad mecánica de las boleras.
Un personaje habitual es el cuidador de perros. A tan peculiar baby-sitter se le ve como el auriga de Delfos conduciendo por las riendas a ocho perros ricos de Puerta de Hierro. Son animales de pedigrí reconocido que suelen ladrar poco y tener el pelo limpio. El cuidador trata de que hagan sus necesidades y de que oxigenen los pulmones; después les da un filete de hígado.
Corredores de fondo
Los corredores de fondo en la dehesa de la Villa tienen la peculiaridad de ser más pedestres, solitarios y humildes que los del Retiro. Para empezar, suelen correr con uniformes improvisados, luego casi nunca llevan casete. Abundan entre ellos los asmáticos, a los que se puede reconocer porque se desnudan de cintura para arriba y hacen gimnasia sueca debajo de los pinos. El Ayuntamiento hace poco ha instalado un circuito reglamentario con sus tablas cronométricas. El circuito, de bella factura, es utilizado en la mayoría de los casos por señoras que en grupitos tratan de conjurar los fantasmas de la obesidad o la celulitis. En ellas más que un culto al cuerpo se observa una resignada adaptación al dictado de la moda.
En primavera los parques de Madrid son palestras para el lucimiento deportivo o sentimental. La dehesa conserva, sin embargo, un costumbrismo de bodas y bautizos, olor a chuletillas y niños con ropas de domingo. Las parejas hacen fotos subidas a los almendros, y los solitarios leen la prensa con sombreros de cucurucho. La mayoría de los paseantes es de 60 años. Gentes que en sus pasos describen parábolas en torno a sí mismos. En el año 2000 una parte considerable de la población española y de los países europeos formará parte de la tercera edad. Mucho han de cambiar las cosas para que nuestro azar no sea el de esos eternos jugadores de petanca. Mientras tanto los parques son pabellones de reposo, jardines de un psiquiátrico, donde la mente sigue dando vueltas alrededor de sí misma. En la lista de espera muchos hablan con su perro, y otros, desde un banco, contemplan a los que corren y miran al cronómetro; corren y sudan.
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