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Viaje en el despertar de Polonia

Varsovia. En una esquina de la ciudad antigua, un ciego toca el acordeón y canta. Delante suyo hay un platillo para monedas y una caja de cartón con una ranura para los billetes. Es domingo y los paseantes, que vienen de la iglesia donde escucharon promesas de eternidad, no parecen insensibles a esas canciones con la voz errante de la vida que pasa y se pierde. La ciudad antigua resulta familiar e irreal. Destruida completamente durante la II Guerra Mundial, como toda Varsovia, se reconstruyó con extremada fidelidad: es una imitación perfecta, una copia de los barrios y de los palacios donde se desarrolló la historia polaca, una falsedad. En esta antigüedad rehecha hay algo de espectral. Uno se pregunta qué sucedería si por todas partes, en todo el mundo, se estuviera continuamente reconstruyendo, con reelaboraciones impecables, todo aquello que destruyen el tiempo, el medio ambiente, el deterioro y las guerras. Los aviones aterrizarían en castros romanos próximos a un templo de Mercurio, agentes de bolsa de Wall Street crearían y destruirían imperios no ya entre los rascacielos, sino entre casas holandesas o wig-wams indios absolutamente nuevos. Haríamos todo como los nómadas del desierto, que rehacen su tienda cuando el viento la destroza.Sin embargo, esta antigüedad artificial es real, y lo es cada vez más. En estas casas vive gente, se desarrollan acontecimientos de una historia tan grande y turbulenta como la del pasado que evocan, son un escenario del presente y poco a poco también ellas envejecen y se agrietan y llegará el momento en que sea preciso hacerlas de nuevo, como si se restaurase una copia de la Gioconda pintada unos pocos años antes. La ciudad antigua es el corazón de Varsovia. Encarna aquella memoria histórica, aquella fidelidad al pasado, aquella tradición y también a sí misma: aquello que ha sido la gran fuerza de resistencia de Polonia contra todo lo que, tantas veces a través de los siglos, ha amenazado destruirla y hacerla desaparecer, de borrar su identidad.Los totalitarismos aniquilan la memoria, y también la rápida transformación de las ciudades ricas y dinámicas que ofrecen a los individuos tantas posibilidades de libertad y de engrandecimiento, incluso espiritual, tiende a extirpar y borrar el recuerdo, a guardar la historia en el desván o en el museo. Esa reconstrucción de la vieja ciudad tiene también la grandeza de la fidelidad, es un temerario y osado desprecio hacia el cambio sin el cual, probablemente, serían menos comprensibles algunas de las grandes gestas de valor y desafío que abundan en la historia polaca.

El ciego con el acordeón ha sido protagonista de uno de estos hechos. Aún era niño, creo que tenía 14 años, me cuenta un amigo, cuando en 1944 tomó parte en la épica resurrección de Varsovia contra los nazis. Al ver que una bomba iba a hacer explosión junto a un polvorín, se tiró sobre ella y le estalló en la cara, salvando así el depósito e impidiendo, sobre todo, la catástrofe que hubiera provocado el incendio. Su rostro está desfigurado por las cicatrices, atravesado por surcos e irregularidades que lo asemejan a una tierra accidentada.

Mirando aquel rostro, uno piensa con inquietud que nuestra cultura pone de manifiesto, a menudo y con complacencia, haber perdido el sentido del valor dejando a un lado todo lo que hace posible esos actos y, por tanto, también aquella insurrección. Precisamente Brecht definía como triste la época que tiene necesidad de héroes, pero sabía que, durante los períodos tristes -como lo fue el de la dominación nazi y el de tantas otras dominaciones y amenazas políticas y personales-, los héroes son necesarios. Pero no ciertamente los héroes grandiosos y retóricos, enardecidos con valor guerrero y orgullosos de haberse hecho los valientes arriesgando la propia vida y la de otros. Esta ostentación culturista de músculos y audacia en regímenes que se complacen en hacer marchar a la gente es una parodia del valor y provoca desastres tragicómicos. Sin embargo, hay un valor imprescindible para vivir, el valor de quien detesta marchar en fila yprefiere ir paseando hasta el bar y que sabe que, para defender su propio derecho y el de los demás para ir paseando hasta el bar, puede ser dolorosamente necesario vender el abrigo para comprarse una espada y enfrentarse, con miedo en el corazón y las piernas temblorosas, al Leviatán que siembra tiranía, crueldad y muerte.

Incluso aquel joven cuyos ojos desorbitados ahora no pueden verme habría preferido jugar a ladrones y policías y que sus compañeros le ayudaran en clase durante alguna intervención. Pero hay momentos que, obviamente, nadie espera que lleguen y en los cuales sólo quien está dispuesto a perder la vida, la salva. Me inclino ante ese rostro tan diferente de la cara-sonrisa cheese o de intelectual arrogante a que nos ha habituado la televisión -sin ningún mérito, porque no sé qué hacer con los zlotys que me han dado y no puedo cambiar ni llevar a Italia- y pongo en la caja una cantidad importante. Después de algunos pasos quiero telefonear desde una cabina y me doy cuenta que no tengo ninguna moneda de 20 zlotys. Vuelvo atrás y, farfullando incómodo algunas palabras, le pido una y la cojo del platillo. Alguien que pasa me mira perplejo al verme pedirle limosna.

La mesa redonda de Gobierno y oposición centra la atención de todos. Sin querer, por cierto, restarle trascendencia, ésta no constituye ninguna meta, sino un paso indudablemente importante. Se tiene la sensación física del desmantelamiento del régimen comunista en los países del Este: del intento de transformar Europa oriental en una Finlandia. A parte de los países aún atenazados y excluidos de este proceso -Checoslovaquia y Rumanía- tal vez mañana se diga que los Gobiernos han sido dignos artífices del mismo. En cuanto a la oposición, resulta necesaria -de este modo se complace a la vieja dialéctica- para permitir inicialmente a los Gobiernos aventurarse en ese camino con el impulso necesario que ellos después utilizan, regulan y contienen en los momentos cuando se impone un descanso para luego poder avanzar.

Las grandes esperanzas que surgen en el Este están amenazadas tanto por el temor a una vuelta al autoritarismo como al peligro de una desestabilización

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capaz de hundir en el caos a ese inmenso continente geopolítico. En algunos países, que se espera estén encauzados hacia una democracia parlamentaria y pluripartidista, ya existe un intenso pulular centrífugo de movimientos y grupos que arriesgan precipitar la democracia, apenas instaurada, en un desgobierno que, como lo demuestra el ejemplo de Weimar, favorece a su vez la vuelta y el triunfo de la tiranía. No envidio a los dirigentes de los países socialistas que están conduciendo por este camino lleno de Escilas y Caribdis. A diferencia de lo que sucedía hace un tiempo cuando parecía que todo lo que acontecía en esta otra Europa no debía importarnos, hoy se siente por cierto que esta apuesta es también la nuestra, que aquí se juega nuestro destino, el de Europa tout court.

En aquella iglesia, me dice un amigo, cada tanto se ve a un viejo sacerdote que confesó, antes de la ejecución, a Rudolf Höss, el director de Auschwitz. Me resulta asombroso que Höss se haya confesado. Pocas semanas antes había escrito su libro autobiográfico sobre Auschwitz; libro tremendo y grandioso, donde el horror se narra con una imperturbable objetividad sin arrepentimientos ni reticencias, sin buscar atenuantes, sin ocultar nada, sin comentarios ni juicios, como si quien relatara fuera la naturaleza indiferente e impasible que no esconde ni justifica nada. La confesión duró 13 horas a lo largo de tres sesiones. No comprendo el porqué de tanto tiempo. Cualquiera de nosotros que no se confiese durante años necesita muchas horas para citar las innumerables, pequeñas y mezquinas culpas con que se mancha cada día. Sin embargo, a Höss le hubiera bastado con medio minuto, el tiempo de decir: "He asesinado a millones de hombres".

Breslau-Wroclaw. La caótica y grotesca reconstrucción que en los años cincuenta, tanto aquí como en otros lugares, ha deformado el paisaje histórico de las ciudades no ha borrado la huella alemana de esta ciudad polaca con dos nombres, centro de una zona mixta y, como la Silesia, con un pasado no sólo polaco sino también austriaco y prusiano. El aula Leopoldina, el aula magna de la universidad en la que todavía hoy se inaugura el año académico, tiene la majestad barroca de un saber concebido como espejo de¡ orden y la magnificencia del mundo. Bajo el fresco del techo, que se abre hacia el infinito con los efectos ópticos que gustaban a los pintores de aquel siglo, santos, ángeles, sabios y soberanos custodian la universalidad del imperio y de la ciencia.

En la iglesia de San Matías está sepultado Angelus Silesius, el gran poeta místico alemán del siglo XVII; en otra se casó Eichendorff, el escritor romántico a cuyos Lieder pusieron música tanto Schubert como Schumann; a poca distancia, Gryphius, el sombrío autor de tragedias, cantaba la vanidad y fugacidad del mundo. Toda Silesia es tierra de literatura alemana además de polaca.

Esta plaza de mercado, con su Ayuntamiento gótico, se ve en toda Europa central, desde el Báltico a Transilvania: sello familiar de una cultura que le ha dado cierta unidad a un variado mosaico de pueblos y culturas, como en una época lo hacían los acueductos romanos. Después de la guerra, ese pasado plurinacional del cual actualmente da testimonio, por ejemplo, un escritor alemán como Horst Bierek, que vive en Múnich, era apartado de la conciencia polaca. Ahora se comienza a hablar nuevamente de él, a recordar que Dánzig y Silesia tienen además tradiciones alemanas. Algo parece moverse también en este sentido, incluso en la recuperación de las minorías y de la complejidad nacional de esos países. Poco tiempo atrás, en un café literario de Wroclaw, se presentó una antología de poetas polacos de Lvov (Lemberg, Leopoli), hoy en territorio soviético.

Hasta hace poco, algo similar habría sido impensable. La agitación que se está produciendo en el Este hace resurgir la memoria histórica, le vuelve a dar la palabra a los pueblos y las minorías, a seculares tradiciones sepultas. Este gran despertar liberador puede tener sus peligros, degenerar en resentimientos nacionalistas que repitan los rencores fatales del pasado.

Esas plazas alemanas que se extienden por Europa como del camino piedras miliares principal recuerdan la exigencia de una unidad de civilización respetuosa de todas las variedades, pero sin deshacerse en una babel de particularismos. La unidad de Europa central bajo la hegemonía alemana y soviética ha fracasado. La nueva Europa que esperamos surja de la actual ebullición deberá ser, en su variedad, una civilización en cierto modo unitaria, no un airado archipiélago de naciones y etnias obsesionadas por sus caracteres propios.

Un gran poeta polaco, Milosz, recordaba como una pérdida dolorosa el momento en el que las familias habían tenido que elegir, debido a la tensión política, entre la propia ascendencia polaca y la lituana, amputándose una parte de sí mismas. Pero el propio Milosz hablaba de un pariente suyo que le había enseñado a defenderse de la identidad propia amenazada y le previno de que no se dejara absorber completamente por esta defensa, y recordara que, además de su identidad particular, había otra más alta. No por casualidad, el libro que contiene esta página se llama: Mi Europa.

Traducción: C. Scavino.

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