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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Europa verde

AUNQUE CON un retraso considerable en relación con el resto de Europa, los problemas ecológicos empiezan a preocupar seriamente a los ciudadanos españoles. Una sensibilización que no corre pareja con la de las autoridades, en cuyo capítulo de prioridades raramente figuran los temas relacionados con el medio ambiente. Y así, poblaciones civiles angustiadas conocen con mucho retraso y escaso detalle de las anormalidades que aquejan a varias de nuestras centrales nucleares -el último caso conocido es el de la central de Cofrentes, en Valencia-; la desertización de muchas regiones de España ya no es una simple amenaza; los vertidos industriales arruinan cauces de ríos y especies animales; los habitantes de muchas ciudades soportan la inhalación de múltiples sustancias peligrosas para la salud; los tubos de escape de nuestros coches siguen vomitando alarmantes cantidades de plomo a la atmósfera. Y un rosario más de agresiones contra la salud de los humanos y contra el ecosistema, que nosotros, desde luego, pero sobre todo nuestros hijos, nuestros nietos y los nietos de nuestros nietos, terminaremos pagando muy caro.La necesidad de hacer frente a este problema -agudizado justamente por una concepción del desarrollo industrial que comienza a ser caduca- está causando cambios notables en la política y en la teoría mantenida hasta ahora por los partidos políticos, sobre todo en la izquierda, a propósito de conceptos tales como el proceso productivo y el crecimiento económico. Incluso determinados Gobiernos conservadores han dado pasos al frente en este camino y los temas de medio ambiente comienzan a provocar crisis ministeriales, como en Holanda. Una racionalización de sus propuestas políticas ha llevado a partidos ecologistas alemanes a los Gobiernos de las ciudades de Berlín y Francfort.

Durante un período bastante largo, los que hablaban de ecología, los verdes, fueron tachados de idealistas que se oponían al progreso técnico en nombre de una defensa romántica de la naturaleza. Pero desde la catástrofe de Chernobil, los terribles peligros inherentes a la utilización pacífica de la energía atómica, o al almacenamiento de residuos radiactivos, se han convertido en una preocupación cotidiana de las poblaciones europeas. Y esa toma de conciencia se ha ido extendiendo contra todas las sinrazones con las que se amenaza a un medio natural que se degrada a un ritmo vertiginoso. Sólo los estúpidos o los inconscientes se mofan ya de los soñadores ecologistas.

Los principales partidos de la izquierda europea -el SPD alemán, el Partido Comunista Italiano, los laboristas británicos y los socialistas franceses- se han apresurado en estos últimos años a recoger el testigo de los verdes y están sometiendo sus políticas del pasado a una intensa revisión desde una nueva visión progresista del devenir social. No sin luchas y sacudidas. La tradición de los partidos obreros y de los sindicatos concibe el progreso como un desarrollo económico limitado, para luego poder realizar una justa distribución entre los diversos sectores sociales. Ello traducía una visión cuantitativa de la igualdad y de la justicia social. Se trataba de repartir una tarta lo más grande posible con criterios de equidad. Pero esa concepción no responde ya a muchos de los problemas del mundo contemporáneo.

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El desarrollo económico salvaje, las condiciones de las grandes urbes -cada vez menos habitables y, sobre todo, la revolución científico-técnica están exigiendo una concepción cualitativa del desarrollo económico y del progreso, en la que lo que se ofrezca a los ciudadanos sea, sobre todo, una vida mejor. Los partidos y los Gobiernos que apuesten por esa nueva concepción de las relaciones de producción deberán dar pruebas de la sinceridad de sus propósitos para desmarcarse de una cierta ola de oportunismo político montada a propósito de los aspectos ambientales. Y la mejor forma de comenzar a probarlo sería establecer nuevas prioridades en el terreno de las inversiones públicas. Porque no hay mejor inversión posible que la destinada a garantizar la propia supervivencia y la de las generaciones futuras. Lo demás tiene que venir por añadidura.

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