Regeneración de la democracia española
Cuando en una nación democrática la mitad de la población piensa que el Gobierno presta poca o ninguna atención a los intereses de los ciudadanos, cuando el 43% de quienes han votado al partido que está en el poder opinan exactamente igual y cuando, al ser interrogados sobre posible voto en unas elecciones, el 45% de los españoles no sabe cuál va a ser su decisión, algo muy grave está aconteciendo. A los 10 años de la aprobación de la Constitución española, ésa es la exacta situación en que nos encontramos. El texto constitucional puede no ser muy original, ni a menudo muy claro, pero su valía reside sobre todo en haber sido el producto del consenso; todo el mundo piensa que podría ser reformado, pero prefiere dilatar esa tarea para un porvenir improbable. Las instituciones son democráticas; es bastante lo que todavía podría legislarse sobre ellas, porque algunas de las que preveía el texto constitucional no han visto la luz y otras podrían ser reformadas. Con todo, los inconvenientes no residen ni en la Constitución ni en las instituciones, sino en el espíritu que parece animar (o, casi mejor, desanimar) la democracia española. Se tiene la sensación de que a estas alturas es necesaria, casi imprescindible, una regeneración de la democracia española entendida como la manera de vivir los españoles bajo este tipo de régimen político. En realidad no se trataría de algo nuevo, sino de la tercera edición reciente de ese gran deporte nacional del regeneracionismo. En 1977, la transformación de las instituciones en un sentido democrático fue guiada por el propósito de convertir la España oficial adecuándola a la real; en 1982, la mística del cambio pretendía superar el fraccionalismo obsesivo de la UCD y su incapacidad para abordar un programa nacional con un nuevo talante de gobierno. Ahora, por muy benevolente que sea cualquier ojeada sobre la vida política nacional, coincidirá en ansiar un proceso semejante.Basta, en efecto, con echar una mirada a nuestro entorno. Es evidente que disponemos de un Parlamento desangelado, adornado con una cámara prácticamente inútil que amplía sus instalaciones para mejor cobijar su impotencia. Muy a menudo, si algún adjetivo merece nuestra clase política, es el de ostentórea, ese expresivo neologismo inventado por un presidente de club de fútbol. Otros países tienen una economía sumergida; nosotros, en cambio, también tenemos sumergida la sociedad, que, inerte y pasiva, parece aceptar el excesivo partidismo de unos grupos políticos de arraigo social reducido, excepto cuando se subleva, como el 14 de diciembre pasado, y entonces resulta difícilmente interpretable. Nuestros intelectuales permanecen silenciosos, incluso ante estremecedoras realidades como el terrorismo y los GAL, y, como mínimo, existe la generalizada duda de si estaremos sacando verdadero partido. a nuestra libertad, pues, por mucho que sean democráticas nuestras instituciones, existe la fundada sospecha de si lo será también nuestra sociedad en su vida cotidiana. Si Joaquín Costa resucitara, se relamería de gusto ante el espectáculo nacional. Es obvio que nuestra democracia necesita una regeneración, pero cabe preguntarse, pirandellianamente, si no resultará que ése es un programa a la búsqueda de un partido capaz de llevarlo a cabo.
Quien no parece que esté en condiciones de hacerlo es el PSOE. Él tuvo su oportunidad regeneracionista, pero su ocasión ha pasado ya, porque lo cierto es que en muchos sentidos su etapa de hegemonía política ha tenido como consecuencia, en gran medida inesperada, excitar los males de la política española en vez de resolverlos. No tendría por qué haber sido así: ni la moderación, desde un inicial radicalismo, debiera haber concluido en oportunismo, ni era inevitable esta ocupación obsesiva de cualquier reducto de poder, ni era pensable que una vagorosa modernización sustituyera cualquier intento de transformación de la sociedad española.
No es que una ruptura hubiera evitado todos esos males, ni que la resurrección de un programa de izquierda extrema los haga desaparecer, sino que las actuales prácticas habituales del Gobierno no hacen sino agravar lo que son defectos de la actitud de los españoles respecto de la política. A una España inerte y desmovilizada se le ofrece un tipo de actuación desde el poder que se presenta como la única fórmula racional posible, fuera de la que no existe salvación; a un país cada vez más receloso y huraño respecto de la política se le ofrece el espectáculo de pragmatismo que bordea perennemente la mendacidad respecto de lo defendido en unas elecciones anteriores. Ortega y Gasset decía que el más grave inconveniente del régimen de la Restauración es que había practicado la sistemática desmoralización de la sociedad, especulando sobre sus vicios tradicionales en la confianza de que los españoles seguirían en su condición "mansurrona y lunar" que hasta entonces les había caracterizado. Su artículo, que concluía con el "delenda est monarchia", ante todo una llamada a la acción, ahora quizá fuera de aplicación respecto del Gobierno y de su partido, de acuerdo con las voces que uno oye alzarse desde diversos rincones de la sociedad española.
Pero incluso si esas voces tuvieran razón, si la mayor ventaja de la estancia de los socialistas en el poder fuera sólo el haber tenido la posibilidad de expectorar desde él muchas de las necedades que tenía su programa, si los paralelismos entre felipismo y franquismo fueran importantes (cosas todas ellas no tan seguras), eso no concluye en una alternativa ni viable ni satisfactoria.
La regeneración de la democracia española tiene como condición necesaria la pérdida de la hegemonía socialista; curiosamente, con el transcurso del tiempo, se convierte en cierta aquella afirmación de Alfonso Guerra de que la democracia española no aguantaba más Suárez, sólo que ahora puede valer, si no para González, sí para este González. Pero, en cualquier caso, ésa es una condición no suficiente. La regeneración de la democracia española pasa por convertirse en un programa nacional asumible preferencialmente por algún partido, pero también por el PSOE, en especial por el papel que seguirá manteniendo sin duda en un eventual Gobierno de coalición.
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