Las causas del antihéroe
Saturado el escenario por tanta inofensiva charlatanería, se diría que por fin se acercaba a su término el irreversible ocaso de los intelectuales: y no tanto por una défaite de la pensée (como denuncia uno de los más lúcidos supervivientes) cuanto por la definitiva extinción de la misma especie. Pero no hay que confundir la agonía con el climaterio: pérdida de los viejos poderes, pero logro de nuevas percepciones. Se trata, en suma, de una suerte de jubilación del funcionariado: los intelectuales piden la excedencia y se retiran. Pero ese retiro es en realidad una reprivatización: abandonan el servicio público, que como inquisidores les caracterizaba, y se instalan por su cuenta, como profesionales libres que ofrecen sus servicios audiovisuales en el ejercicio de la actividad privada en un mercado libre. He aquí el destino de la liberación de los intelectuales, dado su proceso de secularización emancipadora.Se trata, de hecho, de un retomo a los orígenes. El intelectual, como prueba Maquiavelo, fue un profesional burgués, corporativamente enfrentado a las castas sacerdotales de escribanos: un auténtico mercenario del panfleto político dispuesto a vender su pluma a la espada condotiera del mejor postor. Pero con la Ilustración y el acceso de los philosophes enciclopedistas, la crítica radical del poder establecido pasó a ser el rasgo definitorio de la función de los intelectuales: la lucha contra el antiguo régimen permitió la efímera unanimidad de la revolución democrática.
¿Qué sucede cuando se toma la Bastilla y se conquista el poder? Si bien el consenso ético en cuyo nombre se ejerce la crítica del orden público es algo evidente por sí mismo cuando todas las partes se hallan unidas por su causa contra el mismo enemigo común de un poder injusto (por incontroladamente abusivo), ello ya no se produce de modo espontáneo y automático cuando semejante poder es derribado y sustituido por otro democrático y sometido a derecho (es decir, objetivamente controlado). En tal caso, el intelectual, como crítico del poder, pierde su objeto. Porque el poder, como el orden público que en él se sustenta, pasa a ser ambivalente: beneficioso para unas partes, perjudicial para otras. Es decir, paradójico y contradictorio. Por tanto, ya no hay posible consenso ético en el que fundar la crítica objetiva del poder. En consecuencia, el intelectual deja de ser juez y pasa a ser parte: debe comprometerse y mancharse las manos con el poder, como manifestó Sartre.
Ni siquiera queda la pueril salida ácrata de estar en contra de todo poder. No hay nunca que olvidar que no hay derechos individuales ni colectivos sin derecho en cuyo marco jurídico reivindicarlos y justificarlos. Y no hay derecho sin imperio de la ley, es decir, sin poder legítimamente constituido y sometido a control objetivo. O, mirado de otro modo, que sólo consiguen ser reconocidos aquellos derechos individuales y colectivos que se dotan del poder de reivindicar, exigir e imponer su reconocimiento.
En consecuencia, el poder no es sólo algo negativo (aunque también lo es, dado que impone coacciones a quienes están a él obligados: de ahí que deba ser objetivamente controlado para imposibilitar abusos de poder). Además, su dimensión positiva es inequívoca. Es la fuente del derecho y de la justicia, si logra imponer el imperio de la ley. Y por tanto, es también la causa eficiente de la justicia social. Sólo desde el poder puede evitarse la explotación del hombre por el hombre (ésta es la dimensión hobbesiana de Marx, que le opone a los anarquistas), y sólo desde el poder puede corregirse y salvarse la desigualdad y la división social.
Por ello, frente a la figura del intelectual ilustrado (crítico radical del poder que sustente el vigente orden público), surge la figura del intelectual orgánico (al servicio del poder de una fracción social que aspira a lograr, mantener o extender y ampliar el reconocimiento de sus derechos). Durante 100 años (de la Comuna a Mayo del 68, por nombrar términos convencionales) pudo mantenerse la esperanza de que la historia resolvería la contradicción lógica entre ambas actitudes. Se confiaba en encontrar aquella fracción social cuyos intereses (cuyos derechos) fuesen capaces de representar los intereses generales (los derechos comunes) del resto de fracciones sociales: era la fe utópica en el proletariado industrial como sujeto protagonista de la historia, capaz de conquistar todo el poder para poder anular la necesidad histórica del poder. Pero la paradoja del poder subsiste: una vez conquistado se torna todavía más necesario que antes.
Y la coyuntural alianza entre intelectuales orgánicos e intelectuales ilustrados devino imposible. Mayo del 68 no sólo supone la rebelión de éstos contra aquéllos (lo que no deja de ser anecdótico: mera pelea gremial), sino, de modo más determinante, la pública constatación de que el proletariado industrial (sector social en decadencia y regresión, dada la evolución tecnológica del desarrollo de las fuerzas productivas) ya nunca podría llegar a desempeñar el papel estelar de sujeto protagonista de la historia. Y las fuerzas del progreso dejaron de coincidir automáticamente con las fuerzas del proletariado, con las que entran cada vez más en abierta contradicción.
En consecuencia, los intelectuales han tenido que reciclarse y reestructurarse: han dejado de ser los fiscales inquisidores al servicio de la causa unánime del proletariado para pasar a ser los abogados defensores de un mosaico pluralista de diversas causas perdidas: las de los nuevos movimientos sociales jóvenes, mujeres, inmigrantes, minorías, ecologistas) que han tomado el relevo de los fragmentos de protagonismo histórico contradictoriamente proyectados tras su estallido.
El intelectual ya no es el crítico radical del poder, sino el crítico escéptico de los diversos poderes contrapuestos que luchan y negocian entre sí tratando recíprocamente de explotarse. Y, en consecuencia, no puede ser tampoco el obtuso buscador de imposibles consensos, al estilo Habermas-Vattimo, sino el tenaz investigador reivindicativo de los intereses lesionados y los intereses ocultos. La dialéctica de la sospecha, tan cara a Nietzsche y Marx, es tan necesaria como siempre, si bien más compleja que nunca. Ya no hay buenos ni malos, sino una intrincada maraña de intereses contrapuestos, recubierta por mantos redundantes de justificaciones falaces, que hay que contribuir a sacar a la luz tomando partido por los intereses más lesionados por más indefensos.
En suma, el intelectual posterior al diluvio (según metáfora de Paramio) debe seguir la estrategia del antihéroe que acuñó Humphrey Bogart al disfrazarse de Philip Marlowe. El intelectual debe ser un investigador privado (ex fiscal o ex policía expulsado del cuerpo, desencantado del corrupto poder establecido, pero aproximado defensor del imperio de la ley, ya que no de su cumplimiento al pie rigorista de la letra), que inicia su mercenaria encuesta contratado como free lance por oscuros intereses privados a los que pronto ha de abandonar en honor a la verdad: su sed de conocimiento le mueve a seguir sospechando, tratando de revelar móviles y descubrir intereses ocultos, a la caza y captura de la red de relaciones conflictivas que determinan la conducta de los sujetos. Así, el intelectual que quiera aspirar al éxito profesional (mediante la única prueba del reconocimiento por parte de la opinión pública, a riesgo de caer en la impopularidad del perdedor), al igual que su espejo el investigador privado, deberá construirse un historial narrativo de antihéroe: planteamiento cínico (sólo se moviliza por fines lucrativos y mercenarios), nudo dramático (conflicto de intereses contrapuestos, al margen de la ley y el orden) y desenlace militante (toma de partido por una causa perdida pero merecedora de apoyo desinteresado).
El intelectual travestido de investigador privado terminará por perder su cinismo inicial y elegirá comprometerse a favor de aquella parte que más lo merezca (sea cual fuere su relación favorable o contraria al poder establecido): búsqueda de méritos que alimenta el amor a la verdad que mueve esta historia.
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