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Europa como impostura

Las elecciones son, según la doctrina democrática, el procedimiento por el que el pueblo designa a unos representantes para que lleven a cabo un determinado programa político, a la par que una oportunidad excepcional para debatir los grandes problemas a los que quieren dar respuesta las diversas propuestas objeto de la pugna electiva. Las oblicuidades de los sistemas electorales y las servidumbres de la partidocracia han hecho del primer propósito un despropósito; la transformación de la política en ridícula puja publicitaria y en aburrido juego de cromos telegénicos han convertido la segunda (su virtualidad pedagógico-política) en una degradante operación de marketing, en una recurrente ocasión perdida.La campaña para las elecciones europeas del próximo mes de junio, que ha comenzado ya en muchos países, es una confirmación de tan desconsolador análisis. Francia está siendo su más llamativo escaparate. Desde hace varias semanas, la constitución de las listas europeas, tanto en la derecha como en la izquierda, ha servido para que se exhibiera el lado menos exhibible de la vida de los partidos -la trepa y el navajeo- y para convencernos de que Europa nada tiene que ver con esas elecciones.

Servirán, eso sí, para neutralizar a los díscolos y premiar a los leales, para consolidar estrategias de futuro (regionales y grupales), para aumentar y reducir presencias y poderes. Aún más, los números uno de las listas no ocultan que su objetivo es confortar su posición de líderes (presidente de partido, como Giscard, o de tendencia, como Fabius), para fortalecer su carrera en su país y su partido. Se trata de una batida europea para volver con el botín del éxito a las ambiciones nacionales de cada cual. ¿Cómo vamos a tener una Europa política si no tenemos una clase política europea, y cómo vamos a tener una clase política europea si no tenemos políticos que quieran realmente apostar por Europa?

En esta situación, ¿cómo puede sorprendernos la masiva desafección del ciudadano europeo por las próximas elecciones? El 57% de los franceses ha manifestado ya su desinterés por lo que pueda pasar el 18 de junio y parece inevitable que más del 50% de los europeos comunitarios se quede en casa el tercer domingo de junio. Lo que será consecuente con la desgana ciudadana propia hoy de todos los países democráticos, fortalecida por la muy visible discordancia entre la exaltación de la retórica electoral y la efectiva falta de compromiso europeo de los candidatos, que al elector de a pie, a quien Europa le cae un poco lejos, tiene necesariamente que llevarle a pensar que se trata de otra impostura política frente a la que sólo cabe la ignorancia o el desprecio.

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Lo que es particularmente grave en un momento de decisiva importancia para la construcción de la Europa política. En efecto, el espejismo de 1992 y de sus taumatúrgicos efectos está creando unas expectativas que no sólo son incongruentes con las consecuencias que realmente pueden derivarse del Acta Única, sino que además se traducen en una opción exclusivamente económica, cuando no economicista, muy peligrosa para el proyecto que pretende apoyar. Las próximas elecciones representan una ocasión única para deshacer el equívoco y plantear frontalmente una batalla política con un objetivo político: los Estados Unidos de Europa.

Quiero insistir en que tal vez lo más sorprendente del Acta única es que se presente por la casi totalidad de los políticos y de los medios de comunicación como un determinante paso adelante en la construcción de Europa, cuando de hecho es resultado de una evidente regresión en el proceso de la Europa política. Baste con recordar que cuando Jacques Delors propone en 1985 este mecanismo técnico- administrativo acaba de producirse el descalabro del rechazo por el Consejo de Europa del tratado de unión política, aprobado por el Parlamento Europeo y sometido al Consejo para su remisión a los Estados miembros.

Por lo demás, el Acta única se limita a reiterar lo que ya figura en el tratado fundacional de la Comunidad, a saber: la creación de un espacio económico sin fronteras en el que puedan circular sin controles ni limitaciones las personas, los capitales, los bienes y los servicios. Sólo que este propósito originario se traduce en 300 directivas concretas -hoy ya reducidas a poco más de 270- que deben estar en ejercicio antes del 31 de diciembre de 1992.

Ahora bien, esta concreción administrativa se paga al precio de obturar la brecha que significaba la utilización creciente del artículo 235 para la manifestación de la conformidad de los Estados y su sustitución por el 236, que exige someter todas las decisiones importantes, y entre ellas las que se refieren a materias monetarias y fiscales, no sólo a la unanimidad de todos los componentes del Consejo de Ministros, sino a la posterior ratificación, por vía parlamentaria o por referéndum popular, de cada uno de los países miembros.

Con todo, el Acta única, de conseguir en plenitud sus objetivos, podría significar, si no la realización de la Europa política, sí un útil antecedente de la misma. Pero la inteligente circunvalación de las dificultades políticas ideadas por Delors puede volverse contra sus propósitos y convertirse en un arma contra la unión política. Henri Brugsmann, uno de nuestros padres fundadores, ha escrito que la construcción europea está siendo objeto de una curiosa inversión en su desarrollo, ya que se confian a los Estados las materias comunes -relaciones exteriores, defensa, moneda, fiscalidad, etcétera- que competen siempre a la instancia conjunta (normalmente federal o metanacional) que los representa y, en cambio, esa instancia (en nuestro caso las estructuras decisionales propiamente comunitarias) decide en los ámbitos de ordinaria administración que normalmente asumen los Estados.

Pero esta anómala situación tiene notables servidumbres y graves efectos perversos. Pues parece evidente que no cabe liberar la circulación de capitales (medida administrativa) sin una política común para las rentas de esos capitales (fiscalidad común) ni es posible, después de haber suprimido todo tipo de controles monetarios, seguir defendiendo un sistema monetario europeo sin una moneda común y algún tipo de banco de bancos o de estructura bancaria central o cuando menos común.

Pretender eludir las grandes decisiones políticas y sustituirlas por la llamada política de petits pas, tal y como aparece formulada en el Libro Blanco del Acta única, es prestar el flanco a los enemigos de la construcción política de Europa -que no ocultan ni su militancia ni sus designios y que acaban de constituir en Brugges, bajo la advocación de la señora Thatcher, una asociación de alcance europeo-, que de esa manera pueden concentrar todos sus esfuerzos en una elaboración restrictiva de las directivas. Y así vemos cómo, de tema en

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Europa como impostura

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tema, la dimensión más europea y políticamente positiva de cada directiva se cercena y disminuye y cómo los dos consejos, el de Ministros y el Europeo, bajo la mano de hierro de la dama del mismo nombre, laminan su contenido más prometedor. Con lo que, aunque lleguemos el 31 de diciembre de 1992 a disponer de todas las directivas programadas, no lograremos alumbrar un verdadero espacio económico común, sino una flexible plataforma de librecambio abierta a todos los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y en especial a Estados Unidos. Plataforma que bloqueará en su sola existencia cualquier avance hacia la Europa política.

Un solo ejemplo, por demás inquietante, de lo que estoy diciendo: en el Consejo Europeo del 13 de marzo pasado, y a propósito de la directiva Televisión sin fronteras, se cedió a la presión conjunta del Reino Unido y de la República Federal de Alemania y se renunció, casi sin contrapartida, a la reserva de la cuota del 60% de la programación total para la producción audiovisual europea. Todavía más sorprendente: en la reunión de ministros de Cultura en Santiago de Compostela, durante la última semana de marzo, y ante la dificultad de llegar a un acuerdo sobre un sistema común europeo de ayudas a la producción cinematográfica y audiovisual, se decidió continuar con el sistema de ayudas nacionales, aunque sea contrario en su letra y en su espíritu a la política europea, en materia audiovisual y aunque represente un importante retroceso para el espacio europeo de la comunicación.

¡Y encima la reunión de Santiago nos fue presentada por los políticos y los informadores como un éxito! Todos conocemos la determinación de las multinacionales de la comunicación y de los países anglosajones en favor del mercado mundial de lo audiovisual y su defensa de la audiencia como mercancía. Lo que explica su feroz resistencia a cuanto pueda promover una común afirmación europea en ese campo. Razón de más para no ceder en ese punto a falaces consideraciones coyunturales y para introducir en la discusión de los temas culturales y comunicativos la voluntad de lucha del mundo agrícola, recurriendo a manifestaciones en Bruelas y a noches en blanco de los ministros. Y si eso ha sucedido en la cultura a pesar de tener a su cabeza personas tan estimables como Lang y Semprún -aunque en esta ocasión nos hayan defraudado-, ¡qué no sucederá en otros ámbitos y en otras directivas!

Ya está bien de esquives, rodeos y subterfugios. Las elecciones europeas deben de ser el hic et nunc de la confrontación de dos posiciones inconciliables: los que quieren y los que no quieren hacer una Europa política. Para los primeros, entre los que estoy, pienso que con muchos otros españoles, lo más urgente de todo es contarnos. ¿Cuántos españoles estamos a favor y cuántos en contra de la unión política europea? ¿Es que no habrá un partido político español capaz de movilizar una consulta popular en torno de esa cuestión fundamental? Los partidos políticos italianos, por unanimidad, han decidido planteársela a sus conciudadanos en forma de referéndum con ocasión de las próximas elecciones europeas.

Y siguiendo con los grandes temas, los únicos que pueden sacarnos del atasco, quién está a favor y quién en contra: 1) del carácter federal de la Europa política; 2) de la función constituyente del Parlamento Europeo; 3) de la transformación de la Comunidad en Unión Europea; 4) de la atribución en plenitud del poder legislativo al Parlamento Europeo; 5) de la transformación del Consejo de Ministros en Senado de los Estados; 6) de la designación y control del Ejecutivo por parte del Parlamento; 7) de un sistema electoral uniforme; 8) de la apertura de las listas en cualquier país a cualquier ciudadano de cualquier otro país comunitario; 9) de la extensión de las competencias presupuestarias del Parlamento a todos los ámbitos sin exclusión, haciéndolo al mismo tiempo directamente responsable frente a los electores y contribuyentes; 10) de la obligatoriedad de las recomendaciones del Tribunal de Cuentas; 11) de la limitación del plazo entre la primera y la segunda lectura del Consejo de Ministros, y un largo etcétera que nos permita saber a qué jugamos.

Las consideraciones restrictivas y economicistas que apelan a la eficacia ya están demasiado usadas y han dado demasiadas pruebas de su contraproducencia para poder seguir siendo utilizadas como la única vía realmente válida. ¿Cuándo será posible que alguien que piense como yo pueda debatir en la televisión española con mi amigo y presidente -en el Movimiento Europeo- Enrique Baró, o con uno de su cuerda, sobre las razones y los frutos de la extrema cautela, para utilizar un eufemismo cordial, con que nuestro país está ejerciendo su presidencia de la Comunidad?

Entre el desbordado aunque a veces necesario utopismo del Mayo del 68, que pedía lo imposible, y el entreguismo a la menor resistencia, que es lo que caracteriza al pragmatismo actual, existe el recurso de la imaginación en lo concreto, que es herramienta de progreso. En especial en el tema transnacional. Pues cada día son más los Estados, dentro y fuera de la Comunidad, que están cambiando, casi sin advertirlo, los modos y contenidos de sus afirmaciones nacionales y cada día aumentan los dinteles de receptividad metanacional en determinados ámbitos y prácticas.

Por ello hemos de buscar los puntos de flexión, que no coinciden precisamente con los temas concretos de contenido económico y de vida cotidiana, sino que se sitúan más bien en los espacios de posible soberanía común, donde la dependencia mutua abre los horizontes a la conciudadanía. Territorios privilegiados para que haga pie la Europa política. Territorios como la supranacionalidad parcial de la defensa, el control de la constitucionalidad de las leyes, la función de supervisión vinculante de la corte de justicia a la aplicación del derecho comunitario por los tribunales de los Estados, la función del Tribunal Europeo en todo lo que concierne a la vigencia de la declaración europea de derechos humanos, etcétera.

Temas todos eminentemente políticos que deben presentarse y defenderse en el Parlamento que vamos a elegir. Como hay que volver a llevar a él nuestra exigencia de un espacio europeo de la comunidación, negándonos a aceptar las directivas rebajadas que quiere imponernos el Consejo Europeo. O nuestro objetivo capital para la próxima legislatura: el tratado de unión política. En claro, el Parlamento como nuestra última trinchera. O nuestra primera playa.

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