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¿Hacia la sociedad transexual?

Los tiempos han cambiado mucho: la euforia de la liberación sexual se ha evaporado, las ex feministas exaltan la castidad y el tejido de punto, los hombres vuelven a descubrir -dicen los encantos de la sofisticación cortés, el filme americano Atracción Fatal despierta ira entre los familiares. Algunos piensan que, luego de la gran desubicación de los sexos de los años setenta, estamos en presencia de la restauración de un orden cultural estable y tradicionalista. Vuelta al punto de partida: cada uno retoma su juego y sus fichas.En realidad, todo parece indicar que estas manifestaciones son más epidérmicas que profundas: el trabajo de erosión de las identidades sexuales sigue inexorablemente su curso. Si bien ya no estamos en la fase entusiasta de la emancipación sexual, aún seguimos en la edad de la desestabilización de las identidades, última etapa del derecho democrático a la individualidad autónoma.

La originalidad excepcional de nuestras sociedades se impone cada vez más; la principal disyunción de los sexos ha desaparecido, ya no existen modelos imperativos de los sexos, nadie puede decir exactamente lo que debe ser un hombre o una mujer, porque todo, de derecho, se ha convertido en posible y reversible en materia de gustos, de vida sexual, de educación, de profesión. Seguramente subsisten, de hecho, diferencias netas en las disposiciones, las expectativas, las preferencias, distribuyéndose siempre lo masculino y lo femenino de manera desigual en los oficios, la relación con los niños, los deportes, la vestimenta, la estética. Sin embargo, lo importante reside en otra parte.

Lo que era exclusivo se ha vuelto preferencial; todo, o casi, en lo que concierne a los papeles, aparece como legítimo; los atributos de un sexo pueden ser reivindicados por el otro sin provocar verdadera reprobación. El universo fijista tradicional de la división inmemorial de los sexos está terminado, cortocircuitado por la irreprimible escalada del individualismo, del derecho de cada uno a vivir para sí mismo, de ser dueño de su persona. Ya no vivimos en el mundo de la disyunción de los sexos. Estamos en un tiempo de esencia transexual, en el que la determinación ha cedido paso a la indeterminación; la pertenencia, a lo errático; la unidad, a la heterogeneidad.

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¿Qué se percibe? No hay ya profesión alguna cerrada a las mujeres; simultáneamente se plasma el sex appeal masculino, los hombres exhiben su ropa interior y se convierten en modelos. En las discotecas, a las mujeres ya no las invitan los tíos; en la pantalla, son ellas las que toman la iniciativa del ataque, aparecen como policías en filmes y series televisadas. Mientras que las mujeres aspiran a trabajar y pueden optar sin vergüenza por dar a luz sin estar casadas, cada vez son más los hombres divorciados que reivindican la custodia de sus hijos; el deseo paternal es cada vez más afectivo, cada vez más maternal. Es conocido el éxito de Tres solteros y un biberón y su nueva versión norteamericana; embrollo en el que, a fin de cuentas, se termina por evocar el deseo y la idea del hombre embarazado, que algunos biólogos aseguran no ser imposible de lograr.

Correlativamente, las actividades más viriles comienzan a ser practicadas por mujeres: fútbol, boxeo, karate, culturismo. Que ese tipo de comportamiento sea muy minoritario nada cambia al hecho de que paulatinamente va formando parte de un proceso de legitimación social. ¿Mujeres esculpidas en puro músculo? ¿Por qué no? Hay quien las encuentra sexy. Igual que Michael Jackson se vuelve un mixto black and white -una identidad del tercer tipo-, cada cual tiende, virtualmente, a escapar de sus determinantes de sexo, de naturaleza, de raza, de nación. Los mutantes están entre nosotros, proliferan por transversalidad, transnacionalidad, transexualidad.

Masculino y femenino ya no son universos heterogéneos; en todos los ámbitos se impone el culto al ego debido a un deseo de realización en la línea de seducir. Revela una encuesta que actualmente los hombres pasan casi tanto tiempo como las mujeres cuidando su cuerpo. El deseo narcisista de gustar, de no envejecer ya no es un privilegio femenino, se extiende ampliamente entre los hombres, como lo atestigua el éxito de productos cosméticos masculinos, las modas fantasiosas, los deportes de mantenimiento en boga.

Guardémonos de confundir la tendencia histórica con la realidad. La idea de una transexualidad de fondo no excluye en absoluto nuevas discrepancias, nuevas diferenciaciones. Pero es seguro que éstas serán cada vez menos enfáticas, cada vez más aleatorias. Las distinciones entre los sexos entran en un ciclo de pequeñas diferencias marginales, diferencias de moda y no de sustancia, diferencias minúsculas y ya no mayúsculas, diferencias opcionales y ya no rituales. Así marcha la igualación democrática de los sexos que se anuncia: desmultiplicación de las microdiferencias individuales, yuxtaposición imprevisible de los rasgos viriles y femeninos.

El hombre no es ya más el porvenir del hombre en tanto que no lo sea la mujer: el horizonte que se avizora es el de una combinación geométrica variable, de una galaxia caleidoscópica y flexible de los seres.

Pero, desde que reina el patchwork de las personalidades, ¿cómo no asombrarse del Estado de derecho francés que no admite, para los transexuales en sentido estricto, el principio de cambio voluntario de identidad jurídica después de la apropiada intervención quirúrgica? La sociedad individualista debe llevar hasta el fin su lógica liberal: reconocer a los transexuales el derecho a modificar su estado civil, el derecho a la autodeterminación del sexo y del nombre, el derecho al casamiento más allá de los impedimentos del sexo de origen.

Tal es la exigencia ética de la era del ego building generalizado.

es autor de ensayos como La era del vacío y El imperio de lo efínero.

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