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El silencio de Occidente

Expresión y vida son realidades mutuamente implicadas. Aquélla, generalmente, el efecto. Ésta, por lo normal, la causa. Se da el caso en paradoja de que el arte -el plástico en especial, pero no de modo excluyente- llega a invertir virtualmente los términos. De algo genial se dice que goza de expresión tal que parece vivir. En ese orden, y para la imaginación cinética y fecunda, lo expresivo es principio que genera vida real. Lo natural, empero, es que la vida, lo que vive, sea lo que se exprese. La acción, aunque gramaticalmente reflexiva aquí, es transitiva, trascendente. Se aprecia en el animal, en el hombre, en los grupos, en los pueblos, en las civilizaciones. La expresión vital es fundamentalmente un hacer; metafóricamente viene a ser un decir. Al hacer se dice siempre algo, con conciencia o sin ella, aunque lo expulsado mediante el fenómeno, con lo que aparece, resulte en verdad un mudo exhibir, un producir sin palabras. El tiempo, eterno e insoslayable agente, transforma al cabo en historia la vida fértil: vida humana, vida nacional, vida de pueblos y de civilizaciones. La historia, pues, vista así, no es sino el decir cristalizado de lo que ha vivido, el dicho de las civilizaciones.La imagen de la historia como herencia constantemente transmitida queda claramente definida si se observa al través del cristal anterior. Lo dicho por las civilizaciones enlaza, como herencia eslabonada, vidas históricas, generaciones. Suele llamársele a eso tradición. El relevo incansable se transmite de unas a otras. Los componentes de una generación determinada empiezan a vivir inmersos en algo dicho ya por predecesores, y ese algo, esa atmósfera histórica circunstancial que se respira, que alimenta, que anima, se desarrolla en la expresiva acción temporal de la generación en marcha, diciendo ésta -diciendo por su voz la civilización a la que representa- lo que crea procedente o sea capaz de expresar, diciendo -en una palabra- lo que histéricamente tenga que decir. Esto es decisivo: las civilizaciones tienen siempre que decir algo. He aquí un irremediable fatalismo. La historia será una cosa u otra, según sea lo que expresan, lo que digan, las civilizaciones, la generación en sazón.

El desarrollo histórico es dinámica que en cada instante arranca de un decir -logos- como origen de un hacer -techné-. No concluye jamás. Se agota, si acaso, en espiral eterna. Cada ¿iclo brota del final del precedente y se superpone a éste en pila inmensa. La causa motriz es un decir de senescente. Complejo, sí, pero de no dificil identificación. Ese decir se asimila en mucho a la exteriorización del espíritu: pensamiento, arte, política, filosofia. Ahí se condensa lo que las civilizaciones hablan, lo que sus generaciones dicen.

¿Qué acontece hoy? Mejor será personalizar: ¿qué nos acontece hoy, en este nuestro hoy histórico? ¿Qué está pasando en estos días que empezara a pasar hace tiempo? Da la impresión de que el mundo está en silencio en cuanto a decires de sensatez, pese al ruido circunstancial que envuelve todo. No se oye nada; nada al menos digno de ser oído. Tal vez sea que no se dice; que el logos, más que inaudible, se caracteriza por su inexistencia. Acaso ocurra, en cambio, que lo dicho se ahoga en la marejada perturbadora de la algarabía de fondo. La realidad es que hoy el oído atento y ávido de saber no es capaz de captar con certeza y con sentido si se está diciendo algo en el mundo y, en caso afirmativo, es decir, si oye algo, qué es lo que en verdad se expresa con el decir ese. La escena hoy es Occidente. El mundo, a despecho de proliferar en él naciones enanas en geografía o en mente, sigue siendo algo todavía empapado de espíritu occidental. ¿Habrá silencio de sensatez porque Occidente calle? Recordando a Newton y a su famoso incompromiso, todo pasa como si Occidente hoy no tuviera ya nada que decir. Algo está en crisis; en crisis sintomática de gravedad.

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El decir de Occidente, de percibirse, es cierto que no llena, que no satisface al menos al ansiante inquieto. Carente de poder de sugestión, llega amortiguado al, tímpano que observe. El fenómeno, empero, se muestra suficientemente claro, dentro siempre de la oscuridad inherente a todo presente, para, viviendo en él, saber con definición extrema qué es lo que está realmente pasando. El arte occidental de hoy diríase anquilosado. La práctica parálisis trueca en mueca el pretendido ademán elegante. Pintura, escultura, la música incluso, son hoy mudas con esterilidad real en lo que, jactándose de modernidad y avance, no es sino virtualidad y retroceso. El teatro y la novela, la expresión literaria general, carentes de imaginación para efectivo progreso, se han plantado en extremos inestables. La política de Occidente, antaño maestra, es paradigma hoy de titubeos y de inhibiciones. Se muestra temerosa del responsable ejercicio de mandar. La poética actual de Occidente algo dice. Tal vez la filosofía -pese a su menor diapasón comparado con el de unos 50 años atrás- puede asimismo dejar oír un leve murmullo. Pero eso es todo. El decir de Occidente es hoy escaso. Porque la tecnología -razón por lo que aparece y nos están queriendo imponer, del existir, del influir con peso en el mundo, del prosperar económico, del material progreso de nuestra civilización- no es verdadero decir. Es, si acaso, sólo material hacer.

Occidente está en silencio. Su preocupación no es el espíritu. Se ensimisma en lo que de suyo no anima y en eso sí destaca con estruendo. En realidad, asombra al mundo, al mundo enajenado que se polariza hacia lo hedónico. El aparente afianzamiento del predominante capitalismo, que se suele esgrimir como justificante del logro material, ha provocado de tiempo atrás, y seguirá suscitando dentro y fuera de la civilización, reacciones adversas, lógicas éstas y admisibles si se admite también la natural confrontación de los opuestos. El socialismo pugna, y aunque arrastra y convence en abiertos sectores, no llega a salvar el punto de equilibrio que desvíe en su favor el balancín. Tal vez -esté en ello la clave del silencio- de Occidente. ¿Vejez? ¿Agotamiento? Lo senescente suele expresarse mal a sí mismo; balbucea, emite voz de bajo tono. ¿Será ésa la razón? Se confirmaría, de serlo, la ya vieja tesis esplengleriana. ¿Decadencia, una vez más?

Diríase que la razón del parco decir actual es diferente. No es que el descenso se sienta de modo indiscutible y que esté alcanzando niveles entrópicos en los que las posibilidades de recuperación se anulan; es, acaso, que la crisis resulta sobremanera profunda. Que el tránsito en que se halla la civilización que nos acoge es notorio, inequívoco y grave, nadie parece dudarlo. El vértigo nubla el alma y Occidente no se expresa. La historia anda a impulsos de aceleración marcada y la vivífica sangre encuentra obstáculos serios para regar la mente y animar el espíritu. Se agolpa en el vientre tecnológico y materialista, con lo que Occidente, débil su cerebro, desvaría. Al exterior presenta la civilización síntomas de ebriedad. Dice, se expresa, se manifiesta, pero no es lo que era -sin ir más lejos- hace 100 años o algo más. Ignorando lo apolíneo, lo espiritual de las civilizaciones, adora a su particular Dionisos en cuanto rector de las fuerzas de la naturaleza, y por efecto de la elección está en el frenesí orgiástico que lleva a la caída. El capitalismo es el vino que la enajena.

Pasarán los efectos, empero, si se disipan los vapores de ese denso alcohol que alcanza lo profundo. Y hundido es; está en lo hondo, porque el capitalismo, causa entre las decisivas del desorientado hoy de Occidente, es mucho más que un simple sistema económico; es toda una forma de vida. La forma de vida de este instante de la civilización occidental. Occidente volverá a expresarse, tornará a hablar. Dirá de nuevo y pasará con tal decir el silencio. ¿Que cuándo será el despertar? Indudablemente y, por lo pronto, cuando sepa ver con convicción la causa real de su oral torpeza. De percibirla y de existir además la voluntad de extirparla -darse ésta, el convencido querer, puede ocurrir dentro o fuera de lo nuestro; véase qué grave es esto, qué trágica puede ser la solución del dilema-, podrá tenerse por concluso el silencio de Occidente. Porque sin esa traba, aunque Occidente decaiga; aunque descienda; por más que otra civilización pueda llegar a preceder en lo que ahora es dominio indiscutible del circunstancialmente privado de voz; por más que aquella extirpación, en fin, pudiera no provenir de un propio amputar voluntario, sino de imposición exterior y hostil, Occidente -creámoslo- seguirá hablando. Sin trabas de hablar paralizante, perdurará por mucho tiempo aún el decir de Occidente.

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