Líbano se disuelve
SI EXISTE un símbolo trágico que representa todos los desastres de Oriente Próximo, sus tensiones, sus intransigencias raciales y religiosas, las apetencias hegemónicas de países o grupos, ése es Líbano. Ocurre, además, que mientras el resto de los conflictos de la zona se encamina lentamente hacia una solución pacífica, aunque remota, Líbano se dirige con toda celeridad hacia su disolución como Estado. Y decimos como Estado porque hace ya años que dejó de ser nación.El último de los conflictos es el que desde hace casi un mes libran la fracción cristiana del Ejército libanés y el Ejército sirio con el apoyo de las milicias musulmanas. El resultado de la batalla es un enésimo bombardeo continuado y salvaje de Beirut. No parecía posible que la capital sufriera más destrucción de la que viene padeciendo desde hace 14 años, pero, inverosímilmente, siguen cayendo casas y por los aires vuelan depósitos de combustible -el último de los cuales ha producido una nube tóxica de 21 kilómetros de largo por siete de ancho-. La desolación es total.
La confrontación estalló el pasado 14 de marzo entre los efectivos comandados por el general libanés Michel Aun, jefe del hipotético Gobierno provisional cristiano, y el Ejército sirio. Los cristianos libaneses quieren "un país entero, soberano y democrático, con comunistas, socialistas, centro y derecha, pero sin extranjeros", es decir, "liberados de la hegemonía y de la ocupación sirias". Es de suponer que estos deseos son válidos mientras no se altere la estructura de reparto de poder político que fue establecida por el, Pacto Nacional de 1943 y que favorece a la minoritaria población cristiana.
Los musulmanes del primer ministro Salim Hoss, apoyados por Siria, quieren que el pacto sea revocado e invertido, ahora que ellos tienen la mayoría, para basar sobre la nueva situación un futuro pacífico. Aunque Hoss ha llegado a proponer su dimisión y la de Aun como salida a la actual crisis, no ocurrirá, claro, y se diría que la batalla seguirá hasta consumirse. Sólo brevemente, porque volverá a encenderse por cualquier motivo.
Siria se encuentra incómodamente en el centro del conflicto. Llegó a él en 1976, un año después del comienzo de la guerra civil, cuando envió su primer contingente armado, irónicamente para impedir que en su frontera occidental se estableciera un Líbano radical y musulmán. Las circunstancias han ido cambiando su posición y ahora se encuentra apoyando la opción contraria. Pero no es ya la potencia árabe arrogante de antaño. La nueva actitud de una OLP, convertida en Estado que dialoga con Washington, el término de la guerra de Irán e Irak y un eventual progreso en el conflicto principal entre Israel y Palestina han rebajado la fuerza de los radicalismos. Incluso en el escenario de la guerra, los shiíes de Amal y de Hezbollah no están interviniendo, pese a su compromiso de acabar con la dominación cristiana en Líbano. Se diría que el líder sirio, Asad, empieza a estar aislado. Pero no convencido.
La Liga Árabe ha intentado mediar entre las partes. Una misión de la liga presidida por el ministro de Exteriores kuwaití consiguió brevemente un alto el fuego el pasado jueves. Lo obtuvo en Damasco, con apoyo explícito del Gobierno sirio. El silencio de los cañones duró apenas unas horas: el propio Ejército sirio rompió la tregua sin que mediara provocación alguna. En toda esta tragedia se echa de menos una voz firme y decidida en pro de la paz. Entre tanto, una vez más, Europa guarda silencio.
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