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El final de la guerra civil

En el momento en que se conmemora el cincuentenario del final de la guerra civil española, bueno será que los españoles recapitulemos algunas de las enseñanzas que nos proporciona la reciente historiografía acerca del período.La bibliografía es abrumadora, pero en ella abundan los trabajos de escaso valor o aquellos que repiten el manejo de fuentes ya suficientemente conocidas. Sin embargo, en la historiografía seria se ha venido produciendo en los últimos tiempos un grado de acercamiento considerable, que supera los abismos distanciadores de otros tiempos. Esto permite abordar con un grado suficiente de imparcialidad las cuestiones decisivas en el momento de una conmemoración cincuentenaria: las razones de una victoria y una derrota, los acontecimientos finales que marcaron una y otra y el significado de la inmediata posguerra.

La derrota de la República no puede, por supuesto, desvincularse de una determinada circunstancia internacional, la del apaciguamiento de las potencias democráticas respecto de aquellas que luego formarían el Eje. El Frente Popular, en el poder, desnaturalizó gravemente las instituciones republicanas, pero es probable que, incluso si no hubiera sido así, se habría encontrado en una situación de aislamiento semejante en la Europa de la época a la que efectivamente sufrió. Incluso en el caso de que se llegue a considerar como sensiblemente semejante la ayuda recibida por cada uno de los dos bandos de cada uno de sus apoyos exteriores, no cabe la menor duda de que la recibida por Franco fue más generosa y constante que la que le llegó al Ejército Popular. Pero ésta no es la única razón capaz de explicar la victoria de unos y la derrota de otros: también hay que tener en cuenta la utilización de los recursos hecha por cada uno de los dos bandos. Franco no fue un genio de la guerra, pero sí un organizador capaz y ordenado, que tenía tras de sí una España que actuaba a partir de un reflejo defensivo y que, por tanto, no puso obstáculos a la tarea de unificación política, que además tuvo como arma decisiva al poder militar. Esa homogeneización política no fue nunca conseguida por el Frente Popular, en el que las tendencias dispersas y la experimentación social duraron hasta el mismo momento final del conflicto. El Ejército Popular consiguió, con esfuerzo y lentitud, convertirse en una maquinaria de combate, pero estuvo siempre muy lejos, en calidad, del nivel exigible para derrotar al adversario; además, a medida que pasaba el tiempo, la superioridad material de éste se hacía cada vez más abrumadora y el resultado del conflicto pasaba ya de previsible a inevitable.

Los acontecimientos finales de la guerra han tenido como documentados historiadores a Luis Romero y José Martínez Bande, aparte de los testimonios de los protagonistas de los acontecimientos. Recientemente se ha puesto a disposición de los investigadores el archivo del general Rojo, principal mentor de la dirección militar del conflicto en el bando republicano. En este último hay un documento que puede ser clave para la interpretación de lo realmente ocurrido en los meses finales de la República. Ya en noviembre de 1928, Plejo, en conversación con Matallana, jefe de Estado Mayor de la zona central, había llegado a la conclusión de que o se producía una pronta unificación política y militar o la República tenia pérdida la guerra y había que ir a la "liquidación del conflicto'; Rojo y Matallana pensaban que ni los comunistas tenían si ficiente fuerza para imponerse a sus adversarios ni éstos para hacer lo propio. A veces se ha descrito el final de la República como el producto de una serie de conspiraciones: la de Casado, con la colaboración de Besteiro; la de los comunistas, con o sin Negrín, y la de los servicios secretos de Franco en la zona republicana. La realidad parece más bien haber sido un fenómeno de descomposición y no de conspiración. Los vencidos de la guerra no superaron su desunión ni tan siquíera en la derrota, pero, además, carecieron de una autoridad aceptada por todos para que la inevitable rendición se hiciera de una forma coherente y ordenada. Es muy posible que personas tan diferentes como Azaha Y Negrín, Rojo y Casado, estuvieran de acuerdo en que la guerra se había perdido, pero, al carecer de un punto de coincidencia en una sola autoridad, facilitaron el triunfo de un Franco que nunca pensó en negociar, aunque tampoco nunca pudo jugar un papel decisivo en los últimos momentos de la guerra a través de la quintacolumna o los servicios secretos.

Esa falta de generosidad y de magnarim dad fue el inmediato preámbulo de la posguerra. En sus recienets memorias, Julián Marías, que militó con la República, ha descrito a su causa como "justamente vencida" por el desvío de lo que originalmente eran las instituciones republicanas y por la falta de unidad. Pero los adversarios fueron los "injustamente vencedores". Con tan sólo que hubieran sabido ser algo más generosos a la hora de imaginar una reconciliación y ponerla en práctica se hubiera cerrado mucho antes la herida sangrante del conflicto civil. Un historiador norteamericano, Herbert Lottman, ha estudiado la depuración en Francia después de la II Guerra Mundial: como en España, había habido una auténtica guerra civil, acompañada de miles de ejecuciones sumarias; la resistencia había sido, además, contra un adversario extranjero. Pues bien, en Francia, con posterioridad a 1945, hubo "tan sólo" 6.700 condenas a muerte, de las que 767 fueron efectivamente ejecutadas; Lottman llega a la conclusión de que los franceses no deben enrojecer al recordar la depuración. Pero, por desgracia, eso no puede decirse de la España vencedora: hubo decenas de miles de ejecuciones, centenares de miles de presos años después de finalizado el conflicto y una depuración de la Administración que no tiene parangón con ningún otro fenómeno semejante en Europa occidental en 1945. No vale la disculpa de que el adversario hubiera podido hacer otro tanto; tampoco la de que fueron unos pocos los culpables de la represión, porque a veces la sociedad era aún más intolerante que las autoridades. A la falta de generosidad hubo que sumar, además, la falta de eficacia: España quedó sumida en una miseria de la que tardaría en recuperarse mucho más, por ejemplo, que una Italia que había sufrido mayores destrucciones, como consecuencia de la II Guerra Mundial, que nuestro país.

La España de abril de 1939 era la de la victoria, e incluso del sincero entusiasmo de quienes, con Franco, la habían obtenido, pero no era la España de la paz. La guerra civil había sido un pecado colectivo y a él le seguía un largo purgatorio que sólo acabaría en junio de 1977.

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