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El ángel exterminador

Con la habitual lucidez que caracterizaba su juicio político, el presidente de la República Española Manuel Azaña escribió en los primeros meses de 1937 que, si la República perdía la guerra, Francia y el Reino Unido habrían perdido la primera batalla de la guerra mundial que se avecinaba. Era habitual por entonces ligar la guerra española con una esperada o temida guerra mundial, pero había un exceso de visión, fatalmente desesperanzada en el caso de Azaña, al vincular de modo tan rotundo la pérdida de la República con la derrota de Francia. Los hechos, como bien se sabe, habrían de dar la razón al presidente Azaña sólo dos años después de pronunciar su vaticinio.En ese cruce de dos guerras, la de España y la de Europa, es donde radica la fascinación que la contienda española ha provocado desde el mismo momento en que corrieron los rumores de la sublevación militar. Pues, en efecto, España fue el territorio donde se libró la última de las guerras antiguas -que enfrentó a milicias de obreros con fusil por todo armamento y alpargatas por todo calzado con un ejército de mercenarios- y la primera batalla de la gran guerra moderna, que enfrentaría a poderosos ejércitos nacionales pertrechados con la más avanzada tecnología industrial-militar. Aviones fascistas y tanques soviéticos muestran bien que lo que se libraba en España a partir del otoño de 1936 era, además del viejo pleito español simbolizado en los milicianos y los regulares, el inicio de una nueva guerra europea.

Viejo pleito español: un ejército procedente de África, y avanzando por las abrasadas tierras del Sur a la conquista de Madrid, no encuentra a su paso más que formaciones voluntarias de milicianos incapaces de oponerle una eficaz resistencia. No había en esa lucha lugar para ninguna sofisticación, para ningún miramiento: en las plazas conquistadas se procedía rápidamente a la limpieza del enemigo interior. El ejército de África aplicaba en España la política propia de las conquistas del desierto: puesto que en el enemigo no se percibía a un potencial productor, lo que había que hacer con él era sencillamente fusilarlo. Un ángel exterminador -de la hidra de las siete cabezas o del virus que había inficionado el cuerpo de la nación española- fue invocado a toda prisa por los obispos para legitimar esa práctica de aniquilación.

Viejo pleito, además, porque a las instituciones de la antigua España, con sus prácticas potencialmente exterminadoras, se opuso en los meses de aquel verano, como única resistencia, un sindicalismo preindustrial de obreros y campesinos incapaces de tomar el poder y proceder a la construcción del nuevo orden social cuyo alumbramiento habían esperado durante años. Allí estaba ahora la revolución mirándoles a la cara, como recordará más tarde uno de ellos sólo para lamentar que no supieron o no pudieron mantenerle la mirada. En su lugar proliferaron los grupos armados, las patrullas de control, las milicias con. una práctica menos exterminadora que la de sus enemigos porque más caótica y nada jerárquica o burocrática, nada organizada, pero igualmente segura de que la construcción del nuevo orden dependía de que ardieran bien todos los restos del viejo, simbólicamente representados en los registros de propiedad y en las iglesias.

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Dejada a sí misma, esa guerra habría consumido tal vez toda su mortífera energía en la gran hoguera del verano de 1936. Pero sobre el viejo pleito español se superpuso desde el otoño el nuevo pleito europeo. Si en España era la nación católica, la propiedad, la religión y la patria frente a una anacrónica, dicen que te romántica, revolución social si aquí fue una cruzada atravesada por un odio, más quel una lucha, de clases, en Europa el combate fue entredemocraci a y fascismo ante la presencia era una primero y la intervención después de los comunistas. Si lo que España presenciaba era una forma última de guerra de religión, lo que Europa se jugaba era la forma de sus Estados y la constitución política de sus sociedades.

Ese cruce de guerras fue la razón de que, habiendo comenzado antes la guerra de España haya perdurado más que la de Europa, convirtiéndose para una gen -razón de españoles en verdaderamente interminable. Cuando el, combate entre democracia y fascismo quedó resuelto, el estado de guerra no se había derogado aún entre nosotros: no sería formalmente hasta abril, de 1948, aunque el discurso que alentó aquel estado y algunas de las prácticas que lo defnieron perdurarían hasta el final del mismo régimen que lo había declarado. Cuando los americlinos intentaban que alarmantes , japoneses reconstruyeran sus naciones vencidas y sus economías arruinadas, en España, la coalición reaccionaria nacionaI-católica, que había triunfado sobre su enemigo interior, siguió en el poder invocando inca isable, interminablemente, la presencia de su viejo y querido án el exterminador.

La paraloja de la guerra de España, lo que ha prolongado sus efectos interminablemente en el tiempo, fue que el viejo pleito español se reveló más profundo que el nuevo pleito europeo y mundial. A pesar de las ingenuas esperanzas que los restos del naufragio de la República habían depositado en ellos, ni americanos ni franceses podían sileniciar el sagrado discurso de discriminación establecido sobre Ios muertos de la guerra española. De nada vale lamentar la íraición de las democracias o explicar la persistencia del régimnen de la victoria recurriendo al barato comodín de los intereses americanos. Los permanentes, efectos de la guerra de España no podían ser liquidados por las potencias vencedoras en la guerra de Europa precisamen te porque la nuestra no fue sólo prólogo de la otra, sino última de las guerras antiguas que la nación española venía sufriendo desde principios del siglo XIX. Sólo cuando se entierra el pleito antiguo de las guerras de religión y de patria es posible resolver el dilema entre democracia y totalitarismo, que es un pleito moderno.

De ahí que la guerra de España no pudiera ser enterrada sino por los españoles. Y para eso constituía un requisito indispensable que los hijos de los vencedores comprendieran y, si posible, asumieran las razones de los vencidos. Sólo a partir de esa comprensión se podrían disolver los cimientos sobre los que se asentaba la coalición reaccionaria nacional-católica, porque sólo ella volvería insoportablemente anacrónicos los viejos lenguajes exterminadores que habían dominado la lucha de los años treinta y permitiría plantear en sus nuevos términos políticos el problema del poder y de la democracia.

Y eso fue lo que ocurrió a partir de los últimos años cincuenta y, sobre todo, en la década siguiente. Cuando en los años sesenta los hijos de los vencedores participaban con los de los vencidos en las mismas plataformas reivindicativas, cuando los espacios sagrados que habían servido para ampliar el eco del discurso exterminador se convirtieron en lugares de encuentro de comisiones de obreros, cuando comunistas primero y católicos en seguida hablaron un nuevo lenguaje de reconciliación nacional, lo que se hacía era, ni más ni menos, poner fin a la guerra. Por supuesto, el reducto de las huestes victoriosas, que en alguna ocasión se habían mostrado dispuestas a fusilar a media España si tal era el precio de la victoria, resistió hasta el límite, pero que sus últimas consignas fuesen las de fusilar a un cardenal de la Iglesia muestra bien hasta qué punto estaba disuelto el vínculo que durante años había atado firmemente a los distintos elementos de la coalición reaccionaria. Hoy, 50 años después del último parte de guerra, aparece con toda claridad que la guerra española terminó verdaderamente cuando su grito final -"¡Tarancón al paredón!"- reveló de forma esperpéntica que el viejo pleito español estaba liquidado y que el ángel exterminador no podría remontar nunca más su vuelo nocturno.

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