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Tribuna
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Aerosol

No me hace ninguna gracia que haya un roto en la capa de ozono y estoy dispuesto a firmar los manifiestos que hagan falta para remendar el agujero asesino. Más aún, cuando me enteré de la culpabilidad de los aerosoles entré en el cuarto de baño en plan blade runner, dispuesto a retirar todos aquellos artefactos capaces de bombardear ese gas inerte con nombre de trabalenguas: clorofluorocarburo-no-sé-qué. Tenía noticias de que los sprays eran peligrosos en las pequeñas distancias, utilizados en la típica postura del suicida, a menos de 15 centímetros del cuerpo. Lo advierten todos los prospectos. No sabía que eran capaces de hacer diana a 15 kilómetros de la Tierra. Como arma corta irritaban los ojos, quemaban los sobacos, desertizaban el cuero cabelludo, cortaban la respiración. Como artillería de largo alcance ridiculizan a los más feroces misiles tierra-aire.Tengo un tercer motivo personal contra los aerosoles porque me humillaron muchas veces. Cuando confundo la batería de sprays y en lugar de espuma de afeitar sale un fogonazo de laca ultrafuerte, o una tufarada de colonia abrasante contra tu quemadura favorita. Lo más ridículo fue cuando disparé un spray para teñir de verde rabioso las crestas posmodernas contra un perplejo tresillo de imitación chester.

Ahora bien, no es tan sencillo desengancharse de la adicción al gas inerte. Es una decisión que cambiará tu vida doméstica, que alterará tus rutinas más íntimas, capaz de precipitarte en el caos y en la zafiedad. Además del agujero en la capa de ozono, los aerosoles también pueden provocar un agujero higiénico. Tendrás que inventar nuevos métodos de afeitarte, de lavarte el pelo, de lacar el peinado, de limpiar los tresillos, de matar los olores, de cazar insectos, de cegar a los violadores, de abrillantar los muebles, de embalsamar la espalda. Y lo más lamentable: adiós a la escritura callejera, a las denuncias del spray, a la estética de la pintada. No vale eso de denunciar el agujero de ozono con un graffiti de aerosol.

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