1992 o el equívoco europeo
Suelen decir los franceses que todos tenemos los vicios de nuestras virtudes, y la mitificación de "Europa 1992" les da la razón. Pues el extraordinario éxito de la operación de marketing político de Jacques Delors está comenzando a producir notables efectos perversos, ya que el tratamiento economicista, hoy casi unánime, del Acta única amenaza con convertirla en una peligrosísima arma de guerra contra la Europa política. Veamos por qué.Cuando los que trabajamos cotidianamente por Europa -militantes y profesionales- queremos explicar la paradoja de cómo un dispositivo -el Acta Única-, concebido para acelerar el proceso de su construcción se está transformando, insensiblemente, en su más perturbador obstáculo, un nombre hace las veces de argumento: Margaret Thatcher. La dama de hierro, con su antieuropeísmo y su combatividad, eficazmente ayudada por la exigencia comunitaria del voto unánime para todas las decisiones importantes, bloquea las medidas que podrían favorecer la unión política y empuja, con mano irresistible, la Comunidad Europea hacia el único destino para ella aceptable: el de una dinámica zona de librecambio, de características especiales y ampliable, a plazo cierto, a Estados Unidos y a Japón. Zona que, obviamente, hace imposible la Europa política.
Pero, ¿bastan la invocación a las indudables capacidades de la señora Thatcher y la conocida tenacidad inglesa para dar cuenta de esa curiosa inversión? Ciertamente que no, ya que toda obstinación tiene un límite, que, en este caso, los negociadores internacionales conocen bien y los hombre de Estado y sus consejeros también: el miedo al aislamiento. ¿Por qué, pues, no responder al desafío con el desafío, a la intransigencia con la intransigencia?
La razón no reside sólo, ni principalmente, en que la señora Thatcher tenga, digamos, más agallas políticas que los otros líderes europeos -lo que seguramente es así- sino en que los demás, socialistas incluidos, comparten, más o menos vergonzosamente, con ella la opción política de la que es exigente y principal protagonista. Y por eso prevalece.
¿Cuál es esa opción? La propia del credo neoconservador con la absolutización del individuo; el economicismo financiero; la minimización del Estado y la desregulación de la sociedad; el hedonismo como principio general; la exaltación del dinero; la descalificación de lo social como un residuo estatalista y disfuncional; la confianza total en el mercado; la trivialización de los efectos devastadores de la polución y de la destrucción del medio ambiente; la apoteosis del modelo civilización de lujolbeautiful people; la consagración del paro como condición del progreso económico, con la consiguiente dualización de la estructura social -los que trabajan y los que no-; la expoliación del futuro en aras de la maxiinización del presente; la glorificación del desarrollo tecnológico como recurso decisivo frente a los grandes problemas de nuestras sociedades; la impugnación de los sindicatos como un artilugio arcaico e interferente; la exclusiva apuesta a los mejores y a los más fuertes; la antagonización entre derechos humanos y Estado de derecho, etcétera.
¿Y por lo que se refiere a Europa? La lógica negativa que representa la prevalencia económica frente a la voluntad política común, lógica, que podríamos llamar de la necesidad, derivada de la mundialización de los principales flujos económicos y de la globalización internacional de los procesos financieros, industriales, agrícolas y comerciales más significativos, que hacen de la gran dimensión un requisito esencial del éxito económico de las empresas, cuando no de la simple supervivencia de las economías nacionales. El gran mercado, pues, como un artificio, costoso pero necesario, concebido y puesto al servicio de las empresas nacionales y multinacionales y del espacio económico/comunidad política -la plataforma occidental- desde la que las mis mas operan. No califico, intento describir.
Esta concepción del mercado común, que agota su razón de ser en su función de instrumento al servicio de cada uno de los elementos que lo componen, transforma la CEE en una organización más de naturaleza intergubernamental y convierte la construcción europea en una operación de suma cero entre Europa y sus países (lo que gana uno lo pierden los otros), radicalizando la contradicción entre el conjunto al que quiere llegarse -la primera- y los elementos de que se parte -los segundos.
Con lo que la lectura thatchenana y economicista del Acta única, que hoy se ha impuesto en el Consejo de Ministros de la Comunidad, no sólo apunta a una especie de OCDE revitalizada (el supermercado occidental) y a una OTAN de la cultura de masa, sino que contribuye a avivar los viejos rescoldos de los nacionalismos europeos.
¿Qué oponer a esta deriva? Las únicas fuerzas, los únicos hombres susceptibles de resistir a la ola del conservadurismo radical, la poca izquierda que queda, son, en el tema europeo, sus aliados objetivos. Atrincherados en sus Estados-nación, cualquier proyecto que ponga en peligro alguna de las competencias actuales de éstos, cualquier acción cuyo origen y destinatario principal no se encuentre en el estricto perímetro de las fronteras de un Estado, les parece marginal, si no sospechosa. ¿Cómo vamos a tener nunca un espacio social europeo sin sindicatos de dimensión europea? ¿Y cómo vamos a tener nunca sindicatos europeos si los únicos que quieren aún sindicatos, la izquierda real, no los quiere europeos sino nacionales? Ése es nuestro nudo gordiano.
No advierten los nostálgicos de ese, en tantas ocasiones dramático y glorioso, pasado que ya es sobre todo pasado y que por eso tan mal funciona. Michel Beaud subraya la contradicción de seguir llamando contabilidad nacional -eficaz instrumento económico de los años cincuenta a setenta- a un cómputo muchas de cuyas magnitudes tienen como centro de imputación un titular extranjero. Por ejemplo, la producción nacional realizada por firmas bajo control extranjero representa el 27% en Francia, el 33% en Bélgica, el 55% en Costa de Marfil, el 70% en Nigeria -y en España ¿cuánto?, ¿el 80%?; convendría saberlo-. Doscientas sociedades multinacionales tienen un volumen productivo que sobrepasa un cuarto de la producción global del planeta y su participación en el comercio mundial es superior al 90% del volumen total del mismo.
Si la política es poder, todos sabemos que las decisiones más importantes -las que se refieren a nuestras vidas, a nuestro quehacer cotidiano, a nuestros dineros, a nuestro futuro- ya no se toman en las capitales de nuestros Estados, sino en determinados centros y a través de determinadas redes de propósito y alcance metanacionales.
De aquí que Europa, posible contrapoder de esos poderes, sea una hipótesis necesaria. Sólo una macroárea, con una voluntad política conjunta, resultado de una estructura de carácter federal, inscrita en una historia común, sin fronteras culturales'y concebida no como un club de ricos ni como un agresivo imperio, sino como una plataforma de contacto e interconexión con las otras áreas, puede representar el ámbito que encuadre los superpoderes fácticos presentes en la realidad europea y que permita afrontar con eficacia los grandes problemas de las sociedades del siglo XXI.
Hablo, claro está, de la Europa de progreso. Pero ¿es aún posible? ¿Cabe reconducir el Acta Única a su función de acelerador de la construcción europea? Y más allá de 1993, ¿qué cabe hacer para llevar el proceso hasta su término? Ése me parece ser el tema, la gran apuesta de los europeos de hoy. Las próximas elecciones son una espléndida ocasión para su debate. No la perdamos.
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