La rigidez de Miguel Servet
La televisión se ha convertido, pese a todo, sin que nadie se lo haya propuesto de forma deliberada, en un medio de comunicación extraordinariamente apto para la biografía. Famosos o desconocidos, los personajes de un tiempo perdido entran en nuestra ventana electrónica y pretenden convencernos -a tantos siglos de distancia- de que sus razones vitales eran sinceras y justas. Aunque es difícil revivir la historia catódicamente, se escriba con mayúscula o con minúscula, lo mismo da. Hace unas semanas hemos soportado, con infinita paciencia a don Pedro el Cruel en nuestro hogar, con una recreación blanda y equivocada, en mi opinión. Ahora nos llega Miguel Servet, este médico y teólogo valenciano, perseguido por unos y por otros, ciudadano del mundo y español universal. José María Forqué y sus colaboradores han trabajado duramente para conseguir una producción digna y aceptable. La multiplicación de localizaciones, el aprovechamiento del presupuesto y el cuidado minucioso de todos los detalles demuestra, sin lugar a dudas, la calidad del trabajo. Es una pena, sin embargo, que el conjunto sea tan envarado y emblemático, más atento a las grandes ideas que a la evocación de la vida cotidiana del pasado remoto. Todavía no ha concluido el pase de todos los episodios y, por supuesto, puede esperarse una sensible mejoría en los próximos, pero los que ya han sido programados obedecen a la misma norma.Los guiones están trabajados, sin duda, y recogen los aspectos esenciales de la vida del protagonista, dentro de las convenciones del sermón laico, con una función exageradamente didáctica, pero los problemas de ese tiempo pertenecen a un mundo que ya no existe. Servet no es nuestro contemporáneo, ni puede serlo, sino un precursor encomiable. Nosotros, habitantes ya del siglo XXI, vivimos y padecemos las consecuencias de la intolerancia, por supuesto, pero de otra manera.
Santo laico
El protagonista resulta ser un santo laico, exageradamente frío y casi antipático e inhumano, más terco que fanático, y sus reflexiones están a años luz de las nuestras. Es, eso sí, un pensador libre, un luchador contra los dogmatismos, pero sería vano buscar en él a una especie de Salman Rushdie del Renacimiento o alinear a aquel Calvino junto a Jomeini. La serie que está ofreciendo TVE abunda en elementos instructivos y educativos, pero éstos no guardan el necesario equilibrio con la trayectoria del protagonista. Esos aspectos devoran, a menudo, la historia viva y los personajes; nos apartan de su dramatismo oculto, y nos enfrentan a unas figuras de cera, a unos seres construidos para defender y representar una tesis ,determinada, que aparentan una veracidad incoherente.Los actores, salvo honrosas excepciones -como Patrick Bauchau y algún otro-, no siempre encuentran el tono justo, y sus trajes, inmaculadamente nuevos y resplandecientes, no les ayudan a perder rigidez y envaramiento. Los escenarios del rodaje han sido iluminados con una radical falsedad. Después de Bany Lindon el modelo de iluminación audiovisual aplicado a otras épocas ha cambiado violentamente y para siempre, pero esta serie no es un buen ejemplo de esa tendencia. No se trata de negar de plano los hechos ni los personajes que nos presenta esta ambiciosa producción, ni siquiera su interpretación ideológica, por muy oblicua y apretada que parezca, sino de pedir, si fuera posible, un tono narrativo más atento al latido humano de las criaturas de ficción, para que éstas bajen de su pedestal y adquieran un cierto temblor y una ternura de la que ahora carecen.
Miguel Servet se emite a las 21.15 por TVE-1
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