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El péndulo esotérico

No menos de 507 páginas utiliza el talento literario del semiólogo Umberto Eco para recorrer el imaginario sendero que le lleva a tomar contacto con los hermetismos latentes en nuestra civilizada cultura contemporánea. Unos cuantos personajes de ficción, colaboradores de editoriales italianas importantes, se reúnen un día para echar las bases del exhaustivo itinerario. El celebérrimo péndulo de Foucault, que sirvió para demostrar de forma visible el giro de la Tierra, causó sensación al ser instalado por primera vez, en 1851, en el Panteón de París, colgado del centro de su cúpula, hace de pórtico simbólico a la extensa, y abigarrada trama que se propone tomar contacto con los rastros que permitan seguir el curso de lo que aspira a convertirse: en repertorio polémico del esoterismo latente en nuestra sociedad. El péndulo científico plantea algunos interrogantes metafísicos, entre ellos, el punto del espacio que se supone absoluto -el punto firme-, del que cuelga el tiempo, al menos en su apariencia vital humana.Uno de los protagonistas reflexiona en esas páginas iniciales del libro ante el artefacto que se encuentra ahora instalado, como pieza de museo, bajo las arcadas románicas del viejo convento de Cluny, fundado en 1059 por Enrique de Francia. Aquello es en realidad una presencia isócrona del misterio de la palpitación cósmica que no se debe: a la ciencia y la técnica de la civilización maquinista, sino al remoto e ignoto origen de nuestro universo. Rodean en esta instalación, al péndulo, por todas partes, modelos de maquinarias modernas de diversa clase, desde el aeroplano de Bleriot hasta el primer helicóptero, pasando por un inmensa exhibición de motores modélicos y carcasas de aparatos que en su día fueron avances excepcionales de la ingeniería creadora. El visitante piensa que son creaciones efímeras de los siglos de la luz y de la razón, mientras que el péndulo seguía funcionando, eternamente, con su giróscopo imantado, como emblema de la tradición y la sabiduría antiquísimas, anteriores a la ciencia moderna. Una estatua de Pascal y otra de la libertad sirven de fondo a la antigua nave de los cistercienses, hoy profanada por el alarde exhibicionista de los inventos del progreso.

Umberto Eco plantea su obra con una original construcción: la de fraccionarla en 102 capítulos diminutos, de dos o tres páginas cada uno. Ello le permite incluir en el misterioso sendero una riquísima variedad de hermetismos perdidos, sobre los cuales enciende fugazmente el brillo de su ingenio y la inverosímil capacidad de urdir tramas sorprendentes. Empieza este camino en Revchlin y Maier con sus cabalísticas antiguas, y atraviesa los 36 números mágicos, las 22 letras fundamentales, los 790 nombres de Dios y las permutaciones de Juda Leon que tanto gustaban a Borges. Pero pronto aparecen los templarios y su mundo.

Los cruzados de Jerusalén inician este aspecto vital e interminable del libro con una versión desgarradora y verosímil de lo que debió ser aquella durísima, heroica y, finalmente, fracasada aventura. De las cruzadas y del breve en el tiempo, pero largo en consecuencias, reino lorenés de Jerusalén se dedujeron secuelas notables en los reinos de Europa, entre ellas, el fulgurante ascenso de la orden templaria, de tan grande y poderosa presencia en las monarquías cristianas de Occidente. Y su trágica, y todavía mal conocida, extinción total.

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Imposible describir en detalle el diabólico engranaje mental del contenido del Péndulo. Los templarios, difamados en su proceso y llamados sacrílegos, usureros y sodomitas, fueron en teoría exterminados, pero se presumen ocultos en lugares inaccesibles y subterráneos. Hay quien sostiene que en la masa forestal de Provins se halla enterrado el mando del Temple secreto, que posee claves y sabidurías de altísima importancia para quienes la conocen. Es el viejo sueño de la piedra filosofal y de la alquimia, todopoderosa, capaz de dominar el mundo. Del Temple se pasa en este libro a los rosacruces. De éstos, a la masonería, a la búsquda de Fraal, a Rennes le Chateâu, al pintor Poussin, al Toisón de Oro, a la anatomía de la melancolía, a la cábala, al satanismo, a las pirámides, al celtisino iniciático, a los viajes de GulIiver, a la obra de Baigent, al castillo portugués de Tomar. Falta en ocasión al lector el aliento para seguir, en inverosímil cabalgada, las invenciones de los tres exploradores del sedimento hermético. Los jesuitas parece que se libran de este exhaustivo inventario. Pero en el capítulo 74 ya aparecen Loyola y el padre Salmerón, advirtiendo sobre los que creen ver visiones y son, en realidad, víctimas del maligno. Los padres de la Compañía continúan presentes en las discusiones y maniobras de las que tienen que defenderse. El martinismo y sus secuelas y las polémicas del siglo XIX acaban en los célebres Protocolos de las sesiones de los sabios de Sión, superchería bien conocida, sin que dejen de estar presentes en el recorrido, juntamente con el judaísmo universal, la magia negra del hitlerismo, la Ochrana zarista, las actuales sectas subversivas y la violencia generalizada de la sociedad actual.

Es en la jornada del 23 de junio citando el narrador se dispone a pasar la noche -la de San Juan- solo, en el conservatorio, seguro de que van a acontecer en su presencia mágníficos sucesos. Deambula por el barrio parisiense cercano al edificio, entra en varias librerías, contempla el templo de San Julián el Pobre y recorre la calle jacobea por excelencia hasta que se decide a entrar al museo. Se disimula en un rincón y pasa revista, mental y crítica, a las máquinas de toda especie allí exhibidas. Se hunde en un estado de sonambulismo. Y se le aparecen una caterva de personajes de aire satánico que celebran un rito misterioso e incomprensible: una suerte de aquelarre delirante en que el péndulo toma formas extrañas, y acaba por morir, colgado de él, bamboleante, uno de sus compañeros, protagonista de la exploración hermética. El narrador sale fuera, despavorido. Se va a su hotel y despierta al cabo de unas horas, sin comprender nada de lo que pasó. Pero todo no fue sino un sueño de la razón que produjo monstruos.

¿Qué pensar de esta agotadora obra de Umberto Eco? La erudición desborda y ahoga la belleza que a ratos ofrece el discurso del relato. Es tal la acumulación de referencias y citas -desde la Biblia hasta Woody Allen-, que abruman al lector más curioso o apasionado y le impide en ocasiones seguir con interés el hilo de la crónica. Creo recordar que L'Osservatore de Roma censuró gravemente este libro por su contenido anticristiano. Con todo respeto, me atrevo a decir que de su texto se deduce también un terrible sentido del humor, una ironía cruel y profunda sobre el hermetismo esotérico y sus mil variedades que se recogen en sus páginas y que se convierten, al final, en un capítulo escéptico y amargo, de una desesperación no crispada, sino silenciosa, benevolente y un tanto sarcástica, del narrador. El tono y la redacción de estas últimas dos páginas son, a mi juicio, lo mejor del libro, porque no hay en ellas una pauta estricta que module su pensamiento. "Quiero estar en paz", escribe el protagonista. "He comprendido. Todo está claro y miro el todo y las partes que confluyen en el todo... Desde la ventana del estudio observo la colina cercana, la luna que va saliendo, la amplia giba del monte Bricco y las alturas del fondo... Soy sabio. Y la sabiduría mayor es que se comprende todo cuando no hay nada que aprender".

"¿Hay un mensaje secreto en esta historia que escribo? ¿O lo que contaba era un juego en que me burlaba de nosotros mismos? Buscaré siempre otra interpretacion, incluso dentro de mi propio silencio. Soy como soy. Soy ciego a las revelaciones. Más vale decir que los otros no tienen fe. Desde ahora, para mí, estar equivale a esperar y admirar la montaña. ¡Es tan hermosa!".

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