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El fin del narcisismo español

Hace unos 30 años, mi vecino contiguo en el Cambridge norteamericano del mapamundi universitario, uno de los grandes matemáticos de la historia moderna, Oscar Zariski, me anunció la visita próxima de un colega español y me invitó a la recepción que iba a ofrecerle. Así conocí personalmente al profesor Bachiller, y casi de inmediato la conversación entre nosotros giró sobre las condiciones de la investigación científica en España. Su juicio no pudo ser más sombrío. "Mire usted, en 1936 habíamos empezado a publicar la Revista española de matemáticas, la culminación de 70 años de esfuerzos para ponernos al día del resto de Europa en nuestra disciplina". Añadió Bachiller: "Mucho me temo que tendremos que esperar ahora otros 70 años para recobrar el nivel científico perdido desde 1936". Abandoné la casa de mi vecino tan mustio como sus rosas (en las que ponía todo su orgullo de jardinero) del usual y maravilloso otoño cantabricense. Según Bachiller, había que esperar ¡hasta 2029 para que España volviera a poder aspirar a figurar en la historia científica europea. Mas, pronto, recobré mi fe en la capacidad española para la ciencia al escuchar los informes semanales de mi alumno Thomas Glick (hoy eminente historiador de la ciencia en España y la América de lengua española), entonces afanado en las polémicas de Feijoo y otros quijotes racionalistas españoles e hispanoamericanos. Además, poco después la Fundación Guggenheim de Nueva York me pidió que formara parte de la comisión seleccionadora de los becarios latinoamericanos de ciencias y artes, presidida entonces por Severo Ochoa y uno de cuyos más respetados integrantes era el doctor Grande Covián. Tuve así la fortuna de poder consultarles, en nuestras reuniones anuales, sobre el estado de la cuestión en cuanto a la ciencia en España. Por supuesto, los dos ilustres científicos españoles, durante su larga residencia en Estados Unidos, hacían todo lo que podían (¡y más!) para ayudar a los jóvenes investigadores españoles que les buscaban. Tanto Ochoa como Grande manifestaban un optimismo mesurado sobre el futuro de la ciencia en España, yde todos modos el paradigina español que los dos representaban era suficiente para contrapesar, en mi ánimo, el triste pronóstico del profesor Bachiller.Un suceso, relacionado también con el gran matemático Zariski, acabó, por así decir, de borrar el efecto de aquellas melancólicas palabras de su colega español. En un homenaje a su memoria, en la universidad de Harvard, El año del rey (Juan Carlos, aludiéndose así allí al de su doctorado honorario), el matemático japonés que ocupaba entonces la jefatura de su departamento me mostró su desacuerdo con la predicción de Bachiller: "En España hay ahora muy buenos matemáticos". Al día siguiente iba a dar conferencia en su patria, mas con una escala técnica individual en Madrid, para repasar con un joven matemático español el libro de texto del que eran autores los dos. ¡Qué alegría habría tenido el profesor Bachiller de haber podido escuchar al matemático japonés, que me aseguraba que España no tenía que esperar al año 2029 para alcanzar un nivel equiparable al de 1930 Añadiré que el acontecimiento que fue para la universidad de Harvard la visita del rey de España tuvo también un efecto inesperado para, los hispanistas de la región de Boston, que ignoraban la presencia en el claustro docente harvadense de notables científicos españoles: por ejemplo, el reciente premio Nacional de Economía Andreu Mas-Collel y el también recientemente nombrado director del Museo de Ciencias Naturales, el zoólogo Pere Alberch. "Ve usted lo que le he repetido", escucho, casi acusándome, a la sombra de mi maestro, Américo Castro, "solamente catalanes o vascos son capaces en España de interesarse por lo otro, mientras que los demás se dedican únicamente a la persona propia, al yo unamuniense'. No es la ocasión de extenderse en la magna cuestión planteda por Américo Castro en relación con el ser español y la actividad científica. Baste decir que contesté a la sombra venerable de mi maestro mencionado que en Harvard entonces profesaba un joven físico-teórico muy brillante y muy exclusivamente madrileño. Sabía, desde luego, que al espíritu de Américo Castro le entusiasmaría, pese a todo lo que sus antagonistas puedan decir, lo que resumía a la condición intelectual de los nuevos españoles: el fin del narcisismo.

Se había acabado ya la atormentada la introspección colectiva de los grandes patriotas como Ganivet o Unamuno y el español dejaba de ser para siempre ese inquietante europeo que se pregur ta sin cesar "¿qué es ser español?" (como hacía también el alemán, según Nietzsche, digamos de paso). El florecimiento de las ciencias biológicas, entre otras (disciplinas, mostraba que los españoles todos (¡sin excluir a catalanes ni a vascos!) habían demostrado que eran capaces de tanta objetividad y rigor impersonal como los alemanes o los japoneses. De ahí mi creciente convicción de que la verdadera España de hoy no es el ruedo ibérico expuesto a los españoles por una conjunción de semanarios pornográficos y altas finanzas que ningún novelista realista del siglo pasado habría podido inventar. La España actual es la de los investigadores científicos que han puesto a su patria por vez primera en los mapas mundiales de sus respectivas disciplinas. Ellos representan además a todos los españoles abnegados que se han propuesto, anónimamente, hacer de este país una comunidad humana más consciente de las realidades de la vida en el planeta. No puedo, sin embargo, soslayar que si bien los españoles se ocupan hoy más que nunca de lo otro, apenas hay investigación sobre los otros. Esto es, no se ofrecen todavía cursos universitarios centrados en la historia de otros países y es así sorprendente que, mientras en Francia continúa la tradición espléndida de su hispanismo (de lo cual es símbolo patente aquí, en Madrid, la Casa de Velázquez), España carece de galicistas, exceptuados dos o tres nombres de eruditos parcialmente dedicados a aspectos o figuras de la cultura francesa. Así, en 1989, el año del bicentenario de la gran revolución, apena constatar que en la inmensa bibliografía sobre ella hay un patente hueco hispánico: ¿se empezará a llenar pronto? ¡Esperémoslo! Porque así podrán también los investigadores españoles, cuyos campos de trabajo estén allende el Pirineo, contribuir decisivamente al final del narcisismo patrio.

"¡Ya hubiera podido usted practicar lo que predica!", diría algún lector de EL PAÍS, "puesto que no ha hecho más que investigar sobre materias hispánicas". No es la ocasión de justificar mi propio "narcisismo español": baste el descargo de recordar mi condición, años ha, de joven expatriado resuelto a no perder su lengua ni su identidad intelectual. Hubo maestros que me aconsejaban no escribir en una lengua muerta como el español, pero imprudentemente no seguí sus admoniciones. Como a mi maestro Américo Castro (cuyas prédicas en esta cuestión he continuado), como a tantos españoles más del ultramar post-1939, la tragedia de España nos impedía desviar la mirada de la tierra natal. Pero, hoy, en una España rica en inteligencias abiertas, individualmente, al mundo, es menester cerrar, con muchos candados, la tradición narcisista y empezar a publicar libros españoles sobre Alemania, ¡sobre Italia!, etcétera. Es tarea, por supuesto, que ha de iniciarse en las universidades, y en instituciones similares a lo que representa aquí la Casa de Velázquez.

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