Auschwitz y nosotros
El 18 de mayo de 1911 le escribía R. Strauss, autor del poema sinfónico Así hablaba Zaratustra, a otro gran compositor, G. Mahler, diciéndole que bautizaría su sinfonía Alpina con el nombre de Anti-Cristo por lo que esta idea tenía de liberación por el trabajo, adoración de la eterna y soberana naturaleza. También para Strauss, como antes para Nietzsche, Alemania necesitaba tanto "descristianizarse" como "virilizarse". Pero qué duda cabe que no pudieron calcular lo que entendió el nacionalismo nazi por tales necesidades: modelar recios y militares caracteres para llevar a cabo, en aras del Reich-führer, sacrilegios impensables.Así lo entendió HimmIer -puntal ideológico de esta formación cultural-, que exhortaba a los jefes de las SS y de los Einsatzgruppen así: "Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es algo sobrehumano, esperamos que seáis sobrehumanamente inhumanos". La tarea histórica de Alemania, es decir, la solución final del exterminio judío, pasaba por adormilar cualquier tipo de piedad ante el sufrimiento.
Cuando Nietzsche advirtió intempestivamente (1873) lo que significaba colocar al Reich alemán en el lugar que otrora ocupaba Dios, señaló proféticamente el resultado de esa formación cultural como "torpe y violento nacionalismo, que acabaría por modelar un ser autómata, uniformado, de cabeza hueca y piernas largas". Nadie le haría ya caso. El mito del nacionalismo ario -a lo que el propio Nietzsche había contribuido en parte- estaba servido.
Actualmente hay una polémica en Alemania que nos debería afectar a todos; especialmente a los que vivimos de la cultura. De nuevo la esfinge se ha cruzado en nuestro camino, y éste es el enigma. Con su gran voz pregunta: Auschwitz ¿es absoluto o relativo? Y luego, con voz queda: ¿por qué no humaniza la. cultura? Los hegelianos han contestado afirmando que esos crímenes, realmente execrables, sólo constituyen un momento más" en la historia de las atrocidades de la historia. Por eso, en el cementerio de Biltburg, donde yacen los restos de algunos soldados del Ejército junto con otros de las SS, el abrazo Kohl-Reagan perseguía lo que Hannah Arendt denominaría "el olvido de la débâcle moral de la nación alemana". Pero, se dice, si los crímenes de Stalin eran aún defendibles, ¿por qué se tenía que culpar al pueblo alemán más de lo que estaba dispuesto a hacer el pueblo, ruso? Los schopenhauerianos estiman, al contrario, que este crimen es "absoluto", y frente a todo el idealismo político alemán rehúsan integrar la historia en su propio sistema porque el mal no es "ausencia" o "carencia" de bien, ni se trata de un "momento" por el que hay que pasar en pos de la meta de la historia, sino una realidad indefendible e inasumible. Por lo que no puede pretender racionalizar históricamente como hubiera podido (¿tal vez debido?) decir el último Heidegger.
Pero ¿en qué consiste el carácter absoluto de esos crímenes? G. Steiner señaló hace algunos años la "forma ontológica" de los campos de exterminio porque, en su opinión, Auschwitz representa un mundo completo, cerrado y ordenado por una medida autónoma de tiempo basada en el dolor, sus obscenidades y abyecciones conllevaban un ritual de irrisión y de falsas promesas; la medida del dolor era el resultado científico-técnico de un cálculo bien determinado; el propio concepto "producción del dolor" tenía como modelo la industrialización metódica del cuerpo humano: cadena de montaje, división del trabajo y manufactura; y que ahí se puso en práctica la milenaria pornografía cristiana del terror de la condenación y de las Ramas purificadoras. Si se tuviera, por falta de documentos, que reconstruir este infierno aún tendríamos el infierno de Dante. Porque en el canto 33 late la premonición imaginativa de ese mal, del Arschloch der Welt: "El ojo del culo del mundo", término exactamente alemán con el que se conocían los destinos de Auschwitz y Treblinka, en donde leemos: "El llanto mismo no les permitía llorar, y el dolor que encontraba el obstáculo sobre los ojos se volvía hacia dentro para aumentar la angustia".
Todo esto es cierto. Jamás deberíamos olvidarlo. Pero el sentimiento no debería hacer que perdiéramos de vista el otro problema filosófico. Porque de un momento a otro -salvo que pretendamos los que vivimos de esto mirar hacia otro lado y cultivarnos narcisistamente en el ademán de una ontológica tristeza objetiva- tendremos que discutir públicamente al respecto. Porque se está ya discutiendo la identidad de una nación desde el peso de la culpa... de ellos. Acomodados en nuestra hipócrita atalaya de cafetería preservada del diablo como si los malos estuvieran perfectamente delimitados allende nuestras fronteras, osamos creer que no estamos, de alguna manera, implicados en ello. No, en esa discusión también está en juego la identidad de toda nuestra cultura. Por qué la cultura no humaniza quiere decir por qué se puede ser un gran conocedor e intérprete de Mozart y de Bach al mismo tiempo que cerebro de la deportación en masa de los judíos; o cómo los carniceros con títulos universitarios leían, en los ratos de ocio, con fruición, a Goethe y a Rilke; en fin, si la certera pluma de Heidegger tuvo que ser más intempestiva con los acontecimientos.
Pero lo fácil, aunque muy productivo, es relacionar la cultura con la barbarie, el nazismo, por ejemplo, y en aquellos casos de aberración insoportable. Otra cosa es contemplar sin tapujos que toda la historia y toda la cultura y civilización están salpicadas de sangre, es decir, que se nutren también de la rapiña, la explotación, la crueldad infinita, el odio, la mentira y la muerte. Cosa que en ningún momento ha cesado de ocurrir. No, el propio progreso hunde sus raíces en el sumidero por donde las ruinas desaparecen junto con el llanto y el dolor de tantísima gente que ha padecido el peso de la historia. No, para muchos pueblos desaparecidos como los del sureste de Europa también ha existido un ArschIoch der WeIt, y sería un sarcasmo hablar de ángel de la guarda o de lechuza de Minerva para asumir ese auténtico hueco. Sólo cabe lo del cuervo: "Nunca más".
Se pretende señalar los peligros que conlleva identificar a Auschwitz con el mal en sí, pues quedaríamos convertidos en estatuas de sal de tanto fijar la mirada en la destruida y en llamas ciudad del pecado. Tampoco se relativizan los crímenes; ninguno puede serlo. Pero hay que salir al paso de una conciencia satisfecha porque cree haber visto todo el horror que teníamos que ver. Y es que cuando hablamos del terror inimaginable de Auschwitz no somos conscientes de que, ¡en efecto!, la realidad del mal puede llegar a ser más imaginativa que toda nuestra literatura junta; entonces, ¿por qué se piensa que se trata del mal en sí? ¿Acaso todos los males que nos rodean serán a partir de ahora ausencia o carencia de Auschwitz? ¿Era ésta la razón de la bula otorgada al Ejército de ocupación israelí?
Volviendo a la esfinge. Se cuenta que el caminante le respondió con un chiste muy kantiano. Un médico consolaba todos los días a su paciente esperanzándolo con su próxima curación. Hoy le latía bien el pulso; mañana era la excreción lo que auguraba el restablecimiento; pasado, el buen apetito indicaba mejoría. Pero cuando llegó un amigo le preguntó: "¿Cómo va esa enfermedad, amigo mío?". "¡Cómo ha de ir! ¡Me estoy muriendo a fuerza de mejorar".
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