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AURELIO ARTETA Las pompas de la representacion

Suceden en política aparentes menudencias que, a poco que se miren, se revelan como síntomas preñados de significado. Lo mismo que hay asuntos públicos de los que toca hablar sólo cuando dejan de ser noticia. La afición suntuaria recientemente revelada en ciertos políticos, por ejemplo. Que nadie se piense que semejante gusto por el derroche de los caudales comunes sea vicio privativo de los tiempos presentes o limitado en exclusiva a estos pagos. ¿No fue ya el propio Max Weber quien tachó al Estado moderno de "comedero estatal" y "asilo de prebendados"? La novedad (y el escándalo) reside, en todo caso, en el empeño de nuestros prohombres por justificar tales dispendios como una obligación más o menos penosa adherida a su cometido de representante y así cargarlos, sin asomo de escrúpulo, a la generosa partida de gastos de representación. Blanco o negro, es de sospechar que aquí haya gato encerrado.Les supongo enterados de que la democracia es aquel régimen político en que la legitimidad del poder descansa en la representación popular que ostenta. Igual nos da que la condición representativa del Gobierno sea directa o indirecta; es decir, alcarzada por elección de los votantes o mediante designación posterior de los así elegidos. En último término, todos los cargos públicos serán responsables -inmediatos o mediatos- ante el único sujeto de la soberanía: el cuerpo de ciudadanos. Desde tan arraigada creencia, nada más fácil que coincidir en la condena sin paliativos dei uso privado de los bienes públicos por parte del representante. No faltaba más.

Pero j qué decir de aquel otro uso de lo común que, sin ser estrictamente privado, responde a la idea reverencial y autocomplaciente que de él suelen forjarse sus depositarios?; ¿de ese uso aparentemente público, que sólo es tal en su forma mientras redunda en mayor provecho y gloria de sus ocasionales protagonistas? Mejor aún, ¿cómo calificar ese uso puramente enfático de lo público que se agota en su mera autoafirmación, en la muestra de su omnipotencia separada? Obviamente de abuso, pero tan corriente que cualquiera lo daría por resignadamente aceptado y hasta por inadvertido. Para detectarlo, de nada vale reducirlo de antemano a faltas individuales o a circunstanciales delitos; a fin de prevenirlo no basta el cese. administrativo o la reprimenda moral del abusón. Ha de hurgarse, en cambio, en el motivo profundo de que tantos personajes estimen acorde con el ejercicio de su tarea pública un modo ostentoso de representación. Si al final hubiera que calificarlo de torpeza, ésta no será precisamente contable. Pues mejor que apropiación indebida, que aquí sólo nombraría una de sus consecuencias más visibles, merecería denominarse representación improcedente.

Pudiera ser que la clave de la cuestión radicara en la ambivalencia contenida en la palabra misma representación, tal como se emplea en el ámbito de lo político. Representar es, por lo pronto, estar en lugar de otro, actuar en nombre de uno o muchos en la gestión de los asuntos comunes. Pero representar equivale asimismo a recitar o ejecutar un papel, poner en escena ciertas funciones públicas. Desde el primer sentido, el político representa a los ciudadanos en conjunto o a la porción de sus electores; su poder queda a la vez constituido y limitado por esa relación de sustitución o delegación. En cambio, bajo el segundo aspecto -que en principio deriva del anterior, al que se superpone como su ropaje externo, el hombre público representa ante los ciudadanos el poder que éstos le han otorgado. Pues bien, todo Gobierno es repesentador de si mismo; sólo uno -el democrático- pretende, además y ante todo, ser representativo de su ciudadanía.

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El caso es que hoy resulta ya evidente (por casi consumado) el predominio de uno de estos dos componentes a costa del oscurecimiento del otro. No es la misión primordial de mandato o comisión, sino la de escenificación, la que impera en el quehacer del político. De representar a los ciudadanos ha venido a representar al poder (en cualquiera de sus centros: Estado, Gobierno, Parlamento, comunidad autónoma, partido ... ) ante los ciudadanos. Lo primero que el poder le exige es la ceremonia de su propia exaltación. Cieru que el representante, además de procurador, es siempre un actor; pero mientras en teoría oficia por inspiración o al dictado de la totalidad o una parte del cuerpo electoral, de hecho interpreta un guión compuesto por otro. Los ciudadanos pierden así su rango de autores para convertirse en meros súbditos asistentes a un espectáulo que les es ajeno. En suma, la representación ha dejado paso a la representación de la representación, a su farsa. Si la primera era el cauce por el que se expresaba el sujeto de la soberanía, la otra exhibe al represeritante y, a su través, a una abstracción que es lo único de verdad representado. Los mecanismos antirrepresentativos de las democracias contemporáneas no son sino la otra cara de sus tendencias sobreescenificadorss. Desde la organización netamente empresarial de los partidos políticos, para los que los cargos públicos aparecen como el botín que administrar en su particular beneficio, hasta la práctica de las candidaturas cerradas y otras restricciones electorales; de la imposición creciente del mandato imperativo contra el representativo al triunfo de la llamada política de imagen (que es tanto la política de la apariencia como la apariencia de política, la confusión misma entre política y cosmética que ya denunciara Platón en el Gorgias)..., todo conspira a favor de ese desplazamiento de lo representativo hacia lo simplemente espectacular.

Algo tiene que ver semejante trastrueque con el dichoso asunto de los gastos de representación y protocolo. Si de lo que se trata es de cumplir el encargo de su mandante, el mandatario no precisa revestirse de mayores signos de distinción. El representante y los representados se hallan en pie de igualdad y sus papeles respectivos son intercambiables en la siguiente convocatoria a las urnas. Pero si predomina el supuesto ficticio -aunque real- de que se incorpora una entidad supraindividual o su poder ante los ciudadanos, todo boato será poco para encarnar debidamente la excelsitud de lo abstracto. Ahora el representante y lo representado resultan esencialmente desiguales, y por mucho que varíen regularmente las figuras individuales de aquella entidad y de su poder, cada una de ellas habrá de poner de manifiesto su magnificencia. El resultado es, de un lado, una hipóstasis de las instituciones respecto de los sujetos instituyentes; de otro, su personificación en la corporeidad de los individuos que le sirven de soporte. O sea, la consagración (y separación) a un tiempo de lo público, del poder y de los poderosos.

Nada de eso chocaría en otros modos de poder. Ni en su forma religiosa, donde el pontífice nunca podrá salvar mediante una pompa suficiente la infinita distancia entre el hombre y Dios. (Ahora mismo parece que los funerales de Hirohito van a costar un montón de millones de dólares. Nada más justo: tampoco se tiene todos los días la ocasión de enterrar a la divinidad.) Ni en formas políticas pasadas, en las que justamente la ausencia de todo carácter representativo obligaba a los máximos fastos para hacer visible la majestad del soberano y a la vez mantenerla alejada de los súbditos. Ni siquiera en el poder económico de nuestros días, el capital, cuya sed de universalidad requiere de sus portavoces particulares un despliegue imparable de seducciones... Sólo el poder sedicente democrático entra en contradicción consigo mismo cada vez que intenta, a fuerza de tramoya, realzar el cielo del Estado frente a la tierra pecadora de la sociedad civil.

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