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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La era de la paz

CON EL solemne funeral que hoy tiene lugar en Tokio concluye el largo reinado del emperador Hirohito y, con él, la llamada era de Showa (paz y armenía). Resulta difícil admitir que la historia pueda ser interpretada con tanta sencillez como establece la nomenclatura japonesa. Durante estas seis décadas de showa hubo tiempo sobrado para la práctica de otras virtudes menos amables y equilibradas: a lo largo de 62 años, el imperio del Sol Naciente también hizo la guerra y sembró la discordia, conoció momentos de gloria y épocas de humillación, y, antes de poder enorgullecerse de su industrialismo y riqueza, tuvo que llorar sobre ruinas y víctimas.Todo tiene sus límites, sin embargo. Habiendo sido castigado por su belicismo con extraordinaria severidad, Japón fue ayudado después a levantarse con equiparable generosidad hasta convertirse hoy en un apreciado y democrático miembro de la comunidad internacional. Y es que en un mundo cambiante casi nada de lo que ocurrió hace más de 40 años cuenta ya. Como los restantes enemigos de entonces, Japón es hoy un aliado convertido en nación moderna, ágil y rica. Y en ese sentido la era de Showa pasará a la historia no tanto por lo que la tradición japonesa le atribuye literalmente como porque el reinado de Hirohito simboliza perfectamente ese tránsito: del arcaísmo a la modernidad, de la derrota a la legitimación internacional.

Pocas escenas fueron más patéticamente ilustrativas de la derrota que la del emperador acudiendo, terminada la II Guerra Mundial, a rendir pleitesía a la casa que el general Mac Arthur, su vencedor, ocupaba en Tokio. Entonces, Hirohíto, dios devaluado, sacando las consecuencias de su humillación, abdicó de su condición divina para convertirse en mero sacerdote, silencioso recluso de su palacio y mudo testigo de la evolución de una sociedad a la que ya no controlaba. Mientras tanto, EE UU decidió mantenerle en el trono como garantía de continuidad, evitando así males mayores en una época ya suficientemente convulsa. Y al asegurar el futuro del emperador impidió que tan supremo elemento de identificación fuera arrancado a una nación asentada en la tradición de los símbolos.

Casi medio siglo después, acuden a sus exequias seis reyes, 35 presidentes y decenas de primeros ministros y príncipes. Cada cual lo hará por razones específicas; por solidaridad con la casa imperial, por amistad hacia Japón, por interés económico o por simple curiosidad protocolaria. Todos han perdonado a este país sus delitos, su crueldad, la violencia de sus actuaciones durante la II Guerra Mundial. Porque es privilegio de la civilización, y más aún de la democracia, poner un límite temporal a la venganza.

Hay jefes de Estado que no han acudido a Tokio porque sus opiniones públicas, conservando el cruel recuerdo de la guerra, no quieren que se reconozca el tránsito de un hombre que fue víctima de su propia dinámica y de la de toda una época. Son los casos de Australia, Nueva Zelanda, Holanda, incluso del Reino Unido. Incongruentes ejemplos dados por unos Estados que, a la hora de la verdad, negocian, intercambian y conviven intensamente con el mismo país cuyo símbolo pretenden castigar. Contrasta con esa actitud el pragmatismo con que acude el presidente Bush a Tokio, olvidando que, un día, la aviación japonesa le derribó cuando cumplía una misión de guerra contra ella; o la normalidad con la que los soberanos españoles cumplen cordialmente con un deber de Estado.

La era del Heisei, de la consolidación de la paz, queda instaurada hoy. El momento de armonía y prosperidad que vive el mundo puede hacer posible que el nuevo emperador, Akihito, cumpla con su lema más fielmente que su predecesor con el suyo.

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