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'Críticos' y 'fieles' en la Iglesia

La Prensa mundial ha recogido extensamente el Manifiesto de Colonia, firmado por 170 teólogos, muchos de ellos de gran renombre. No se puede minimizar su importancia. No se trata de un incidente local. Durante año y medio, la opinión pública centroeuropea se suma a la protesta y aun a los desórdenes públicos que preceden o acompañan a la consagración de obispos en Austria (auxiliar de Viena, obispo castrense, feldkirchen), en Suiza (chur) y últimamente el traslado del arzobispo de Berlín a Viena. El Vaticano ha presionado para que se acepten sus candidatos en contra de los cabildos diocesanos, aunque sienten escamoteados sus antiguos derechos de presentación. Encubrir los hechos o desfigurar los términos del debate es tan perjudicial como inútil. Se atropella la verdad, se comete injusticia y se bloquea el camino del buen entendimiento.Caen en la simpleza maniquea los que reducen el debate a una lucha de poder dentro de la Iglesia. Y menos entre el poder temporal'y el espiritual, como alguno ha insinuado recordando la anacrónica lucha de "las investiduras". La comunión de las iglesias locales con la sede de Pedro depende en gran parte de las relaciones de cada obispo con sus sacerdotes y fieles. En toda organización humana jerarquizada es inevitable la tentación de la adulación. Esta visión profana del debate actual haría bueno el consejo de Maquiavelo al Príncipe: "No hay otro medio para preservarte contra el contagio de la adulación más que hacer comprender a los sujetos que te rodean que ellos no te ofenden cuando te dicen la verdad". Como espectador cercano, reconozco que el carrerismo es una enfermedad grave que condiciona la libertad y la auténtica lealtad de no pocos sacerdotes y obispos.

Las motivaciones religiosas, aunque se utilicen no pocas veces como disfraz, tienen entidad propia, raíces más profundas y potencia motriz considerable. Interesa, por tanto, desbrozar la acequia para que el cauce se vuelva transparente. De los sustratos más profundos del honi,bre suelen brotar las aguas cristalinas. Los conflictos aparentemente insolubles suelen adolecer de pésimos planteamientos. La historia y la sociología demuestran que se prefiere por comodidad el conformismo exterior al entendimiento de los espíritus. Como si se pudieran enterrar las grandes discrepancias que siempre existieron entre los creyentes, en el comportamiento político, en el uso de la riqueza, en la conducta sexual y afectiva y en otras esferas personales y sociales.

Entre los méritos del concilio hay que destacar el de haber legitimado la diversidad de opciones católicas en materia social y política. Bien es verdad que no se hizo otro tanto en algunas cuestiones morales propiamente dichas. El conocimiento científico de la naturaleza humana podría ayudar a revisar la aplicación de principios tradicionales.

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"En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia" (Gs,n. 43). Este texto abría la puerta al reconocimiento oficial del pluralismo de opciones políticas y sociales en la apreciación cristiana de la realidad. El compromiso por la justicia social y la defensa de los derechos humanos: no solamente ha robustecido la credibilidad de la Iglesia. Ha devuelto la paz y la convivencia a la misma comunidad.

Es un secreto a voces que amplios sectores de mujeres y hombres practicantes no comparten las enseñanzas del magisterio pontificio en algunos aspectos de la moral sexual. Sencillamente no les convencen las razones invocadas por la encíclica Humanae vitae (Pablo VI) o la exhortación Sobre la familia (1981) del actual pontífice. Un cristiano maduro no tiene por qué escandalizarse ante este hecho. Se puede adoptar una actitud pasiva e incluso hacer callar la polémica pública, pero se degrada el pluralismo cuando cada uno campa por sus respetos sin hacer el mínimo esfuerzo por oír al discrepante. Juan Pablo II advertía a los obispos europeos, en el simposio de 1985, que la "contestación moral y social" constituía, a su juicio, "el gran obstáculo de hoy para la evangelización".

Ahora parecen tener más fuerza los movimientos que rechazan el pluralismo como disensión. Es inevitable que los que buscan el más estricto unanimismo pongan en práctica el más completo exclusivismo. Teólogos y seglares que han dado pruebas más que suficientes de su lealtad a la Iglesia pierden ahora la confianza de la jerarquía. Bernard Haring, en su carta al Papa, compara ese proceso de marginación creciente con un seísmo antirromano que, a su juicio, provocan determinados asesores pontificios que se presentan en los congresos como poseedores en exclusiva de la confianza del Papa. Teólogos de gran autoridad como Congar y Paul Valadier muestran su preocupación por el espíritu sectario que se está apoderando de movimientos apostólicos, meritorios por otra parte.

Me parece acertada la observación de un gran teólogo español de nuestros días cuando explica estas nuevas tendencias unanimistas por la nostalgia de aquella situación en la que se identificaba a la comunidad religiosa con la sociedad civil. Una sociedad que excluía de la misma a cualquiera que rompiera la unidad de creencia. Reaccionan ahora, ante lanueva situación, desde la añoranza. Intentan recrear en la nueva sociedad pluralista una forma de pertenencia religiosa que reproduzca la situación inanimista primera. Confunden la pertenencia religiosa con la social y serían felices si llegaran a dominar en el interior de la comunidad religiosa todos los mecanismos de la vida de sus miembros. "De la secta", escribe, "se excluye la discusión, la divergencia de opiniones, el disentimiento. No es raro que en los medios ,sectarios o asectariados los miembros reproduzcan con un mimetismo inconsciente la forma de pensar, de expresarse, los sentimientos y hasta los gestos del jefe carismático que la ha congregado".

A los 25 años del concilio, y desde la experiencia de la emancipación de lo social, actúan con fuerza dentro de la Iglesia dos racionalidades de signo distinto. Las dos salen al paso del proceso de secularización, pero de manera distinta. Los que se toman en serio la sociedad secular y la laicidad en las instituciones civiles aceptan las características de la modernidad tales como la deliberación, la discusión, la investigación y la encuesta. No aceptan la modernidad en bloque ni la canonizan siempre como progreso. Promueven el diálogo, confian en el testimonio moral individual más que en la confesionalización del cuerpo jurídico y de las instituciones del Estado. Corren ciertamente el riesgo de disolverse en lo secular. Pero demuestran su ignorancia los que los acusan de secularizar a la Iglesia y de olvidar su mensaje trascendente o espiritual.

Frente a esa racionalidad se mueven aquellos otros que optan por una recia presencia institucional y quieren hacer de la Iglesia un baluarte frente a la secularización, construyen un mundo aparte y utilizan los mismos mecanismos burocráticos y coactivos de la secularidad. Ambas racionalidades son pragmáticas. Los pluralistas se fían más del espíritu. Los unanimistas disimulan mal una nueva forma de pelagianismo que siempre ha tentado a los cristianos.

Los teólogos del Rin, que influyeron en el concilio, tienen el mérito de poner ahora sobre el tapete la política de nombramientos episcopales que parece inspirar el Vaticano. No están exentas del mismo peligro las conferencias episcopales cuando organizan su burocracia y eligen a sus colaboradores. Se estrecha el juicio sobre las "personas de confianza" de los que legítimamente pueden rodearse. Se dogmatiza la acción en aras de la eficacia. Y se marginan verdaderos creyentes y talentos creadores.

No me resisto a terminar estas reflexiones sin reproducir un texto del cardenal Tarancón escrito en 1985: "Lo comprendo, pero no puedo justificar que se prescinda de la competencia para premiar la fidelidad o que se ascienda a los mediocres para evitar conflictos o contestaciones. No debe olvidarse que la auténtica fidelidad se expresará, en algunas ocasiones, por medio del disentimiento o de la crítica, no precisamente del halago o la adulación".

Pastorear el pluralismo es precisamente el desafio al que se enfrentan los responsables de la Iglesia actual. No es una simple cuestión disciplinar. La unanimidad ética no ha existido nunca. Y los principios básicos del orden moral no son armas arrojadizas, ni argumentos de dominación. Pertenecen al núcleo del evangelio que confia exclusivamente en la fuerza de la verdad por sí misma. Demuestran su ignorancia los que acuden a la obediencia incondicional para restaurar la uniformidad de las conciencias.

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