Adolescencia y aventura
Hace unos meses, mi hijo y un grupo de amigos, estudiantes todos de bachillerato, volvían a casa después de jugar un campeonato de baloncesto en un club misma orilla del camino de regreso existe un almacén de cervezas al aire libre y al pasar tuvieron la tentación de coger unas botellas. El susto que se llevaron con los gritos del dueño fue suficiente para que salieran corriendo abandonando las bicicletas y las bolsas de deporte que llevaban. Poco después, tres coches del 092 les acorralaban en otro camino cercano. Esta brillante operación policial la redondearon los agentes municipales conduciendo a tan peligrosos delincuentes a las dependencias de comisaría. De nada sirvió que los muchachos no tuvieran pinta de raterillos -dicho sea con todo el respeto del mundo a la legión de raterillos que produce una sociedad tan tremendamente injusta como la nuestra-, ni la misma ingenuidad con que narraron lo acaecido, ni que el dueño del almacén -alarmado ante el cariz que tomaba el suceso- insistiera en que se avisara a los padres para verse libre de tener que formalizar la denuncia. Fue en vano: los agentes pusieron los hechos en conocimiento del juzgado de guardia. Al día siguiente, la sección de sucesos de un periódico local daba cuenta del robo de cervezas. Hablaba de un almacén -algo que cualquier lector identifica con paredes y puertas y que, por tanto, necesita de artimañas o violencia para penetrar en su interior- y decía, en clara contradicción con las mismas diligencias policiales, que las bicicletas v bolsas abandonadas en la huida eran propiedad del dueño del almacén. Terminaba dando los nombres de pila, las iniciales de los apellidos y el barrio de los chicos, con lo que fueron fácilmente identificados por sus compañeros de juego y estudios.Naturalmente, cuando el caso llegó al juez, éste ordenó el archivo de las diligencias sin molestarse siquiera en llamar a los chavales. Otro argumento más que el señor Barrionuevo, por entonces ministro del Interior, podría haber esgrimido para demostrar que la inseguridad ciudadana es consecuencia de la permisividad de jueces y fiscales.
Los padres nos hemos enterado mucho después de haber pasado todo. Nuestros hijos han sufrido la angustia de ser perseguidos al estilo de los telefilmes americanos, detenidos y obligados a declarar sin tener a su lado una persona amiga. Mientras tanto, a esa misma hora, en otros rincones de la ciudad conocidos por todo el mundo, los camellos y navajeros campan a sus anchas con total impunidad, sin que nadie les moleste.
La adolescencia es una edad a la que fascinan el riesgo y la aventura. Y por si no fuera suficiente el bombardeo televisivo de series basadas en la violencia y el delito, estos muchachos han tenido la ocasión de conocer en vivo ese mundo. De ahí a familiarizarse- con él y perderle el miedo no debe haber mucho trecho, pues lo más gordo lo han vivido ya. El empujón que falta lo pueden dar unos policías sin escrúpulos -que de todo habrá en la viña del Señor- convencidos de que la mejor manera de no quedarse sin trabajo en estos tiempos de desempleo generalizado es ir preparando pacientemente la clientela del futuro-
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