¿Ha muerto la socialdemocracia?
En su artículo del 16 de enero, Joaquín Estefanía diagnostica o augura "la muerte de la social-democracia" en España ante la quiebra de la concertación social, en ausencia de Estado de bienestar y cuando ya el keynesianismo sería cosa del pasado. Pues éstos habrían sido los tres ejes del proyecto de la socialdemocracia. Y si el arranque de su reflexión es la huelga general del 14 de diciembre en España, las conclusiones serían generalizables al resto de Europa, donde todos los partidos socialistas se enfrentarían a problemas análogos en su relación con los sindicatos. Su pregunta parece ser si cabe seguir hablando de socialdemocracia una vez roto el tradicional binomio partido / sindicato y qué alternativas le quedan al socialismo español sí no existe otro paradigma de acción política.Son muchas cuestiones juntas, y querría tratar de reordenarlas desde la vieja y optimista idea de que unas preguntas formuladas en el orden adecuado son ya una respuesta. Ante todo creo que se debe distinguir entre estrategia o proyecto a largo plazo y modelos o culturas socialdemócratas. Lo que se puede decir, sin exagerar, que murió con la crisis de los años setenta fue el modelo socialdemócrata de la posguerra: la combinación de gestión keynesiana de la economía, concertación social y Estado de bienestar, que aseguró el crecimiento económico y una mejora continuada de las condiciones de vida de los trabajadores en los años cincuenta y sesenta.
Ese modelo se quebró porque el keynesianismo no ofrecía ya respuesta a la nueva crisis general, que era una crisis de oferta (de caída de la ganancia) y no de demanda. Las subidas salariales y el gasto público dejaron de ser el motor de un círculo virtuoso de crecimiento y se hizo necesaria ahora una política de austeridad y de contención salarial para hacer posible la recuperación de las economías en crisis. Quienes intentaron buscar una salida keynesiana a la crisis, como el Gobierno socialista francés de Mauroy en 1981-1982, sufrieron un duro revés por el que debieron pagar un alto precio.
Se ha extendido mucho la peregrina idea de que al abandonar el keynesianismo los socialistas se hicieron neoliberales. No hay tal: la socialdemocracia ha seguido apostando por la defensa del nivel de vida de los trabajadores y por el mantenimiento del Estado de bienestar, en contra de las tesis de los neoconservadores. Pero ha debido hacerlo sabiendo que había límites que venían impuestos por la necesidad de recuperar el crecimiento y de crear puestos de trabajo: no es solidario aumentar los salarios de los trabajadores con empleo al precio de dejar a millones de personas en el paro. Esto es lo que ha hecho también el socialismo español. No es justo recordar que en España no existe un Estado de bienestar moderno y olvidar que en 1989 se pretendía dar un giro sustancial del gasto público en esta dirección aprovechando el mayor margen de maniobra. Como no es justo olvidar que se ha intentado generalizar la cobertura de la Seguridad Social y el sistema de pensiones, o que a lo largo de los años de ajuste se ha mantenido o ha crecido en promedio el poder adquisitivo de los trabajadores con empleo. Se habla mucho de bolsas de pobreza, pero no se subraya bastante que son fruto del desempleo, no del hipotético neoliberalismo del Gobierno.
El cambio de contexto hizo que cambiara el signo de la concertación: si en los tiempos de crecimiento keynesiano se trataba de concertar el reparto, ahora se trataba de concertar la austeridad. Y dando a la palabra el más amplio sentido, esa concertación se produjo con muy pocas excepciones, como en el Reino Unido, donde los sindicatos, minusvalorando la gravedad de la crisis, provocaron una ruptura de la base social del proyecto socialdemócrata y el aplastamiento del laborismo por el arrollador neoconservadurismo de Margaret Thatcher. Pero se podría decir que la norma fue el realismo sindical.
En ese sentido la crisis de los años setenta cerró una etapa -terminó con el modelo socialdemócrata de la posguerra- pero no rompió el proyecto de la socialdemocracia: alianza estratégica con los trabajadores organizados y pacto con el capital para asegurar el crecimiento o su recuperación frente a la crisis. El problema ha surgido en España con la recuperación de los tres últimos años. Ha crecido el sentimiento de que es necesario repartir los frutos del crecimiento, una idea legítima en sí pero que se ha formulado en términos populistas, denunciando las grandes fortunas y el arribismo social y sin explicar que son la cara oscura (o demasiado brillante) de un crecimiento económico que necesitamos para generar empleo e ingresos fiscales para la construcción del Estado de bienestar.
Y los sindicatos se han apuntado a la denuncia populista en vez de optar por una combinación de reivindicación y concertación que les diera voz y responsabilidad en el diseño y puesta en práctica de la política económica del Gobierno socialista. Esto se comprende en general como una apuesta a corto plazo: es más popular pedir que el Estado niegue dinero que insistir en la necesidad de un reparto ordenado y gradual que permita ante todo seguir creciendo y creando empleo. Pero es una mala apuesta porque sólo puede abocar al estallido de los corporativismos, a la multiplicación de las reivindicaciones particularistas y, por tanto, a la proliferación de todas las formas de gremialismo. El suicidio del sindicato y un seguro camino hacia la sociedad dual, con los trabajadores escindidos entre privilegiados con alto poder contractual y amplios colectivos mal remunerados o en paro.
Y lo que es más: esta apuesta se entiende en CC OO, que por una obcecación llamativa sigue creyendo en una salida keynesiana de la crisis, pero no se entiende en UGT, que sabe que la contención salarial es precisa aún para que se consolide la recuperación económica. No quiero analizar aquí las razones que pueden haber llevado al desentendimiento patente hoy entre el sindicato y el Gobierno socialista; sólo apuntar sus consecuencias. De nada sirve que la política de ajuste con solidaridad sea correcta si la deslegitima a los ojos de los trabajadores un sindicato que es parte fundamental del área socialista: el enfrentamiento pone en peligro la credibilidad (y por tanto la continuidad) de la estrategia socialista de salida de la crisis.
Muchos se rasgan las vestiduras ante la idea de que un Gobierno socialista llegara a tratar a los sindicatos "como al Colegio de Abogados". Pero no se trata de una amenaza, sino de la visión muy pesimista de lo que llegaría a ser inevitable si los sindicatos se encerraran en una dinámica de simple confrontación que los abocaría al corporativismo. Es la visión de un muy negro futuro que nadie desea. Y que no es un futuro inmediato, porque antes pasarían muchas cosas: quebrada la estrategia socialdemócrata, sería más que probable el ascenso del conservadurismo, solo o en coalición con alguna fórmula de populismo centrista. No sería la muerte de la socialdemocracia, pero sí un retroceso histórico al que es dificil imaginar una salida.
Pues en este punto tiene toda la razón Estefanía: actualmente no existe ninguna estrategia socialdemócrata que no pase por la alianza con los trabajadores organizados. Pero para que esa alianza sea posible se requiere que los sindicatos acepten su propia responsabilidad en la definición y búsqueda de objetivos comunes para la política económica. Cualquier sindicalista sabe que en una empresa es mala política sindical pedir más salarios y desentenderse de participar en la gestión, aunque sólo sea para vigilarla. Y lo que es válido en la empresa lo es más aún a escala nacional.
Definir autonomía sindical como irresponsabilidad en la política económica global es volver al pasado, cuando los sindicatos eran meras agrupaciones defensivas y la clase trabajadora una subcultura de oposición. El futuro y las tendencias más avanzadas del sindicalismo europeo apuntan en la dirección opuesta, y sería paradójico que los dirigentes sindicales, mientras claman contra supuestos intentos de aplastar al sindicalismo español, tomaran deliberadamente el camino hacia su autoliquidación.
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