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El difícil Gobierno europeo

Joan Subirats

La llamada "respuesta europea" a la pujanza japonesa-norteamericana y a la competitividad demostrada por los nuevos países industriales de la zona del Pacífico partía de la necesidad de aprovechar su potencial comercial interior, al mismo tiempo que se generaba un proceso de innovación tecnológica y de integración financiera capaz de enfrentarse a los retos de la nueva situación económica. Pero ello requería también abordar los problemas comunitarios con una nueva mentalidad. No podía mantenerse por más tiempo una lógica exclusivamente centrada en el regateo entre países que bloqueaba de hecho las potencialidades transnacionales de la Comunidad Europea (CE). El Acta única Europea y el objetivo de 1992 serían, pues, los símbolos del acuerdo mínimo entre las diversas posiciones presentes en el seno de la Comunidad Europea. Pero ese compromiso continúa aún hoy enfrentándose a la tensión entre las tendencias que apuntan a un incremento de la internacionalización económica y las reacciones defensivas de las políticas nacionales que pretenden mantener los tejidos industriales propios.Como es bien sabido, la Comunidad Europea, en un ya lejano 1966, aceptó que cualquier país miembro pudiera considerar el asunto a debate como de "interés vital" y solicitara se adoptase una decisión sobre el mismo a través de la regla de la unanimidad. A partir de entonces, en la práctica, la unanimidad se convirtió en el esquema decisional ordinario de la Comunidad. Se admite generalmente que la regla de la unanimidad resulta conveniente en el campo de las decisiones públicas para llegar a acuerdos operativos. El problema es que una de las condiciones del buen funcionamiento de la regla de la unanimidad es que exista la posibilidad de abandonar el acuerdo en caso de que no se alcance el consenso requerido. En el caso de la CE, esa posibilidad, una vez superada la fase fundacional, resulta casi absolutamente inviable. Y, de esta manera, ese mecanismo de toma de decisiones resulta doblemente vulnerable, ya que dificulta llegar a acuerdos operativos y eficaces y al mismo tiempo impide tornar decisiones independientemente por parte de cada uno de los países miembros. Puede suceder así que, si no se consigue mantener y adaptar constantemente el consenso necesario entre países, ese sistema decisional resulte menos capaz de resolver problemas de lo que haría cada uno de los Estados por separado.

Por todo ello resulta al mismo tiempo preocupante y comprensible: que, desde el punto de vista decisional, la nueva dinámica comunitaria no haya producido grandes cambios. En la cumbre de Milán se aprobó la posibilidad de superar la regla de la unanimidad en determinadas decisiones, pero hasta ahora ello ha sido poco operativo. En realidad, en Bruselas se es muy consciente de que la enorme fuerza que tienen las directivas comunitarias y la potencia de la justicia europea en implementar sus decisiones y sanciones proceden ante todo del compromiso de cada país en la decisión de la que deriva la directiva. Como es bien sabido, la CE es una organización internacional que dispone de un inusual poder legislativo transnacional, pero cuya aplicación requiere el compromiso y la fuerza de los aparatos estatales de los países miembros.

Todo parece, pues, indicar que el mantenimiento de la regla de la. unanimidad resulta inevitable. Pero, como ha señalado Fritz. Scharpf, ello provoca graves problemas de suboptimalidad en las decisiones. EV sistema no permite a la autoridad central, en este caso el Consejo de Ministros, tomar decisiones que respondan creativamente a las nuevas situaciones planteadas ni plantear tampoco políticas a largo plazo, ya que depende constante y directamente de los intereses inmediatos de los Gobiernos representados. Esta situación genera importantes consecuencias sobre el contenido de las políticas comunitarias adoptadas. Ante todo por la tendencia a ir aumentando los gastos por encima de lo que resultaría aceptable a nivel nacional. En efecto, los políticos representantes de cada uno de los países tenderán a tomar aquellas decisiones que favorezcan sus intereses políticos, no en relación a Europa, sino en relación a su propio país. (Quizá así se pueda explicar cómo se llegó a la crítica situación de la política agrícola comunitaria que aún hoy se intenta atemperar.)

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En esa perspectiva, la falta de un auténtico Gobierno europeo con base popular propia descarga todo el peso de las transformaciones institucionales y las decisiones sobre las políticas a seguir en los hombros de los Gobiernos nacionales y de sus intereses específicos. Ello significa que esos Gobiernos intentarán ante todo evitar siempre el abandono de su capacidad de veto sobre las decisiones conjuntas más importantes, para evitar así una cesión "vital" de su soberanía. Estarán incluso dispuestos a asumir algún tipo de decisión que sea ocasionalmente desfavorable antes que aceptar perder la capacidad de control sobre el contenido de las decisiones futuras. Poco, pues, puede esperarse del relajamiento de la regla de la unanimidad sin más, ya que la lógica que preside el funcionamiento comunitario es: seguridad de implementación nacional a cambio de estrecho control nacional sobre la decisión comunitaria.

A pesar de esa cierta tendencia intrínseca a la suboptimalidad, no parece que la Comunidad se enfrente por ahora a un peligro de desaparición o desintegración, sino todo lo contrario. La CE nació en 1958 en un contexto absolutamente distinto al actual. El núcleo fuerte del compromiso alcanzado en Roma era el de establecer una zona de intercambio comercial que permitiera la libre circulación de Productos, capitales y personas, acompañándola de ciertas medidas que dieran seguridad jurídica transnacional a esos intercambios. Por debajo de todo ello se confiaba en que "la necesidad haría Europa" (Jean Mónnet), pasando de esa primera interrelación económica hacia una deseada unidad política. Y eso es, en opinión de muchos, lo que está ocurriendo. La necesidad de integración económica permanece viva y se ha incluso acrecentado con los nuevos requerimientos que plantean los cambios en la estructura productiva y financiera de los últimos años. La CE ha ampliado no sólo sus fronteras, sino también su vis atractiva para países como Noruega o Austria. Frente a los costes de la "no Europa", todos están más y más de acuerdo en mejorar e incrementar la integración económica. Es la economía y sus necesidades las que empujan hacia el objetivo de 1992.

Por otro lado, resulta también evidente que el aparato ínstitucional de la CE se ha reforzado en estos años. No sólo en lo que hace referencia al nuevo papel que tiene un Parlamento elegido desde 1979 directamente por los ciudadanos europeos, sino también por la creciente influencia de los miembros de la Comisión y del conjunto de polipy specialists (grupos de intereses, ministerios nacionales, comisiones parlamentarias, burócratas, lobbyists, etcétera) que operan a nivel comunitario y que constituyen actualmente uno de sus pilares fundamentales.

En ese contexto accede España a la presidencia de la Comunidad. Y lo hace en vísperas de unas nuevas elecciones generales al Parlamento Europeo, un Parlamento que precisamente va a protagonizar la transición hacia ese annus mirabilis de 1992. Se insiste mucho en los aspectos económicos que rodean esa transición, y sólo se mencionan los aspectos políticos para denunciar desde posiciones europeístas las reticencias de ciertos países. Pero es evidente que precisamente en la gobernabilidad política de ese proceso radica una de las mayores incógnitas del período. Si la Comunidad no resuelve la lentitud asfixiante de su proceso de toma de decisiones va a encontrar dificultades crecientes para seguir un ritmo económico cada día más endiablado y cuyos protagonistas han construido ya esa (su) Europa transnacional que tantas reticencias políticas despierta.

Nadie puede poner en duda que, como afirma Jacques Delors, se esté avanzando. La duda estriba en saber si por la vía de las sucesivas y graduales transformaciones institucionales se puede realmente mejorar un esquema decisional que tiene en sus defectos la clave del posterior cumplimiento de sus acuerdos. La "nueva frontera" de 1992 puede perder su indudable fuerza atractiva y su enorme respaldo en la opinión pública europea si no se logra ofrecer resultados comparables a las expectativas creadas, sobre todo en campos como el de las políticas sociales o del equilibrio regional. Aunque en última instancia siempre podría quedarnos la esperanza de que la popularidad alcanzada por tal fecha venga acompañada por una cosecha vitivinícola digna de recordar.

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