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La pasión por las colas

A partir de las once de la mañana de un domingo cualquiera, los madrileños están en una cola. Están en la cola de un museo, de una exposición al aire libre o de una cosa de ver tranquilamente. Pero, sobre todo, están en una cola cultural, hecho que suele confundir mucho a los inspectores de niveles espirituales del pueblo. Porque los inspectores de niveles espirituales del pueblo piensan que una cola larga ante un museo es síntoma de hambre intelectual, cuando, como es de todos sabido, es síntoma de que la entrada es gratis. Ahora bien, si lo gratis provoca hambre intelectual, esto no se ha investigado todavía.Así fue en un principio: la entrada era gratis y la gente se apelotonaba a las puertas de los museos. ¿Por qué a las puertas de los museos y no a las puertas de los teatros o de las librerías?, preguntará el inspector de niveles espirituales con sentido crítico. Muy sencillo: porque los teatros y los libros no son gratis (ya hemos intuido la correlación que existe entre lo gratis y el hambre intelectual). Sólo hay una excepción, y son las colas que se forman en los auditorios del ramo de la música, con sus óperas y demás. Para este caso he llegado a la modesta conclusión, a través de investigaciones en los lugares de autos, de que la gente que asiste a esas colas se divide en tres grupos: los que han cambiado el catolicismo por la melomanía, los que piensan que esas colas dan relumbre en el diván del psiquiatra y los que se han dejado caer para acompañar a un miembro de los dos grupos anteriores. Cuando la religión, la demencia o la casualidad coinciden en un hecho, más vale olvidarlo si se quiere llegar a un resultado algo más desconcertante que la suma de dos números pares. (La pasión que se suponía en los apelotonamientos ha obligado, por ejemplo, a que el Gobierno se matara por traemos la colección Thyssen, que es un patrimonio cuyos efectos culturales se traducirán en nuevos apelotonamientos, tal vez en colosales atascos, símbolos de una nueva y más visible espiritualidad).

Pero después de que la gente se apelotonara porque las entradas eran gratis, empezaron a pasar cosas. Una cosa era que algunos conseguían entrar al museo y entraban desconcertados. Porque en realidad no estaban seguros de que quisieran entrar en el museo, sino sólo aprovecharse de que las entradas eran gratis. Un poco como en los tiempos de la leche en polvo en las escuelas, que la leche no te gustaba, pero llevabas el vaso porque la leche no costaba nada. Después tirabas la leche, lavabas el vaso y volvías con él al día siguiente, Así se han preparado generaciones enteras de españoles para la vida. Entonces, la gente empezó a entrar en los museos y a disgustarse seriamente. Se ponían delante de Turner o del que fuera y todo lo que veían era peor que en la televisión o simplemente era peor. Atravesaban los corredores con prontitud y escapaban por una puerta a la calle. Otros, se obcecaban y permanecían horas tratando de averiguar qué hay en un cuadro que obligue a hacer cola durante horas. Y la verdad era que el arte no explicaba cosas tan sencillas como ésa, luego ¿de qué servía el arte?

La decisión lógica hubiera sido que unos y otros no hubieran vuelto nunca al museo. Es decir, que en la calle se hubieransen ido decepcionados y sólo hubieran pensado en esa decepción. Por el contrario, la calle les traía algo así como una nostalgia de la cola. No la decepción o una ira contra el gasto inútil de su tiempo, sino una tierna nostalgia del único sitio en el que de verdad habían sucedido cosas interesantes en la maldita mañana del domingo. La cola era mejor que el museo, mejor que el arte y, tal vez, incluso, mejor que la entrada gratis. En el largo tiempo de espera pasaban cosas y esas cosas quedaban en la memoria como chispas felices de una oscura visita. Los niños jugaban, los padres apostaban, los novios se iniciaban en el beso y, en fin, la gente se relacionaba con el lazo común que termina por establecerse entre personas que ocupan el mismo espacio y en las que una estrecha contigüidad despierta sentimientos solidarios con el género humano.

Total, que la gente decidió seguir asistiendo a los museos para estar en sus colas como se está en la plaza del pueblo o en el paseo de provincias. De ahí la equivocación de las autoridades que quieren llenar los museos, cuando a nadie le importa lo que pongan dentro. Porque la gente ya no va a los museos, va a las colas. Y además también son gratis.

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