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Aquiles y la tortuga

La huelga del 14 de diciembre, entre otras cosas, comienza a actuar de revulsivo intelectual y social, y de referencia para cualquier análisis político. Por haber sido realmente general y pacífica, unitaria e interclasista (por acción u omisión, por simpatía o solidaridad), y, sobre todo, por su éxito inigualado en nuestra historia contemporánea, aparece como un hecho nuevo y sorprendente: arrincona modelos pasados, cuestiona proyectos tecnocráticos, estimula nuevos esquemas.Novedad y sorpresa, en primer lugar, porque ha roto con la concepción clásica de identificar huelga general con huelga revolucionaria, con todas sus características: violencia frontal, pretensión de cambio político o social, de régimen o de sistema. Nuestras huelgas generales, ninguna con éxito, del siglo XX -en la monarquía alfonsina, en 1917; en la República del "bienio negro", en 1934, o en el franquismo- fueron, en efecto, protestas sociales y políticas, amagos de revoluciones (una huelga general es siempre política, además de social), que pretendían una ruptura de legalidad o un cambio radical: para instaurar un proceso constituyente, para defender la democracia o para establecer un poder obrero. La novedad y sorpresa del día 14 es que ninguna de estas ideas históricas, a pesar de declaraciones aisladas y pronto cortadas, tuvo vigencia: no se buscaba el cambio de la monarquía por una república, no se trataba de defender la democracia política amenazada, no hubo alusiones a la revolución social. Simbólica y pacíficamente fue, en cierto modo, una sesión parlamentaria en la calle ejercitando la democracia directa: una censura social y política por una determinada orientación económica y por el modo de talante de gobernar; una crítica, en fin, contra la hegemonía. Novedad y sorpresa, finalmente, porque, caso insólito, la huelga se hacía contra un Gobierno de izquierda, no de derecha o de centro, y, entre otros, por un sindicato unido fraternalmente -aunque ahora menos- al partido en el poder.

En segundo lugar, la huelga cuestiona muchas cosas: escapismos utópicos y milenaristas (Programa 2000), entusiasmos europeístas (presidencia en la CE), ilusiones neocorporativistas (ahora denominadas, más suavemente, corporatistas; es decir, creencia en la desmovilización sindical), meritorios esfiaerzos de los nuevos intelectuales senúorgánicos (oblatos) para asentar, desde el escepticismo, el fin de las ideologías y la inevitabilidad del poder establecido. La huelga así, sin esperarlo, desmitifica una falsa realidad: que todo va bien. Algo profundo tiene que pasar en una sociedad cuando ocho millones de personas se lanzan tranquilamente a una huelga general estando el poder político del Estado regentado por un partido socialista, aunque sea izquierda complaciente, y que tiene un éxito total. Al menos tres advertencias, conscientes o inconscientes, están claras en esta huelga: que los sindicatos, en cuanto poder obrero, tienen capacidad de convocatoria y de movilización muy amplia, supuesto en el que no se pensaba; que, de no llegar a acuerdos, la jornada puede repetirse y con fines más extensos, y que, por razones no estrictamente económicas reivindicativas, otros sectores sociales se han adherido, directa o indirectamente, a esta huelga general. Es decir, nos encontramos ante un eventual poder paralelo. En este sentido, yo creo que el miedo se concrella más ante estas expectativas que en lo que se puede producir antes y durante la jornada huelguística: miedo de futuro, más que de pasado.

Todo ello nos remite a algo consustancial con la democracia liberal y pluralista en la que constitucionalmente nos movemos: en el modo de conocer y resolver las contradicciones. A las contradicciones normales que definen un sistema político que tiene que combinar consensos y disensos, y que caracteriza al mundo occidental, hay que añadir nuestras peculiaridades internas últimas: una transición negociada y sin ruptura, un proceso de consolidación democrático y conflictivo, una homologación con Europa, un solapamiento y mistificación ideológicos que, por conveniencias pragmáticas, nos deslizan hacia la institucionalización de la confusión. Contradicciones, ambigüedades y aporías inundan así una vida social y política que tal vez con la huelga, con sus resultados, interpretaciones y advertencias se pueda comenzar entre todos a clarificar.

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En un editorial reciente en este periódico, como cariñoso regalo navideño, rompiendo su tradicional ambivalencia del "sí, pero", se incide en esta cuestión, tomando como base la intervención parlamentaria de Adolfo Suárez con motivo del debate sobre la huelga. El editorial, bien compuesto, casi exhaustivo y casi oblato, tiene críticas y consejos. En el fondo creo que apunta a algo positivo: señalar contradicciones de los partidos y la necesidad de lograr, en el marco de nuestra sociedad y cultura políticas, una racionalización operativa. Sin duda se ha comenzado por el CDS por el protagonismo crítico de Adolfo Suárez, y supongo que seguirán otros sobre las tradiciones del PSOE.

Tal vez entre estos dos conceptos, tan clásicos de la filosofía y de la filosofía política, podamos centrar y valorar al CDS y al PSOE: me refiero a las categorías contradicción y aporía. Desde el marxismo, la contradicción, en cuanto supuesto hegeliano que agiliza la realidad, queda superada por la noción de dialéctica: en este sentido ortodoxo, la crítica a las contradicciones del CDS es válida. Pero ni el CDS pretende ser marxista ni tengo la impresión de que el editorialista, por sus objetivos, se mueva por estos senderos ideológicos. Dicho en otros términos: como partido de centro progresista, el CDS tiene que conjugar y equilibrar un centro-derecha y un centroizquierda. Posición política que asume legítimamente y que es, entre otras cosas, resultado de un interclasismo social. Hay así contradicción genérica, la que se deriva del sistema global democrático y pluralista, pero no contradicción concreta; la misma coherencia o comprensión coyuntural que tuvieron en su día en las huelgas citadas Melquiades Álvarez y Manuel Azaña: del reformismo liberal al radicalismo democrático. En contra de lo que se deduce del editorial, la contradicción -y, más aún, el oportunismo- sería intentar protagonizar un acontecimiento (que se veía vencedor, aunque no en su extensión) del que sólo parcialmente se podría ser intérprete; la comprensión es así un resultado coherente que expresa nítidamente ética de responsabilidad. La seudoética es la mistificación.

No hay contradicción ni ambigüedad ni desnaturalización en el hecho de proponer unas salidas a la actual crisis de identidad del partido en el poder. Evidentemente son crisis transitorias, pero crisis. La "envenenada alternativa" de que habla el editorialista recuerda la conspiración judeo-masónica y marxista de tiempos felizmente pasados: yo o el caos. Las propuestas lanzadas por Adolfo Suárez podrán ser asumidas o no, podrán ser convenientes o no, pero en ningún caso caen dentro de la "contradicción permanente". Más aún: son salidas razonables en el supuesto de que no se consiga una negociación satisfactoria. Es indudable que los acuerdos resuelven los conflictos, pero, si no hay acuerdos, la lógica democrática obliga a revalidar la legitimación: las elecciones anticipadas son inevitables. No se puede, en ningún país, estar con la perspectiva permanente de una huelga general; hacer cotidiano lo excepcional sería entrar en la desestabilización del sistema.

Finalmente, no hay contradicción en la coincidencia comprensiva del CDS con respecto a los trabajadores y sectores críticos y progresistas de nuestra sociedad civil: no significa alianza ni pacto político-social. Con este planteamiento capcioso se podría argumentar, de igual modo, que el PSOE va a recibir los votos de la CEOE o que el actual Gobierno es una coalición solapada PSOE-CEOE. No hay, pues, contradicción permanente, sino coherencia crítica en la comprensión de una huelga social y política que, además de reivindicaciones concretas, contenía en el aire una protesta democrática hacia formas de ejercicio del poder: a favor de la transparencia y en contra de desviaciones.

El comienzo de nuevas negociaciones no anima, por el momento, a un optimismo grande; pero el problema está en que las paradojas del PSOE no terminen en insolubilia, en aporías. Es decir, las dificultades, asumidas por el presidente Felipe González, pueden transformarse en "caminos sin salidas". A las contradicciones genéricas de toda democracia, a las propias de nuestro sistema, se unen unas contradicciones que recuerdan la aporía de Aquiles y la tortuga, pero la ilusión de cierta lógica se quiebra ante la realidad.

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