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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Presos y dignidad

PARECIA QUE la coincidencia de estos días, que tienen un sentido de piedad y caridad, había impulsado a algunas de las autoridades de las que dependen presos y penados a tomar decisiones que, siendo difíciles, podían aliviar las circunstancias de algunos condenados. Pero no todas las noticias son consecuentes. Junto a la liberación de Armada, por su edad y una enfermedad, y el permiso a Tejero, por una cuestión de índole familiar religiosa en la que su presencia era grata, pero no imprescindible, aparecen casos relatados por abogados o familias de presos sobre tratos de escasa humanidad a jóvenes enfermos o drogadictos -y hay un punto en que la adicción es una enfermedad grave- en establecimientos penitenciarios. Se cuenta el de Benito Ojeda: enfermo terminal del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) en Carabanchel, que denunció malos tratos de sus vigilantes, y como consecuencia fue trasladado al psiquiátrico penitenciario, donde su abogado le encontró atado en una celda húmeda y perdido por los sedantes: medievalizado. La contraposición de dos noticias aparentemente ajenas entre sí puede producir un aspecto de demagogia; sin embargo, la humanidad, la caridad y la piedad no deberían tener favoritos.Existe un ánimo, probablemente bienintencionado, de que las personas en estado grave o terminal no permanezcan en las prisiones; incluso hay alguna legislación en este sentido, pero dificil de interpretar. Es relativa la apreciación de gravedad y de situación terminal, y una tendencia fiscal, y a veces judicial y forense, tiende a conservar en las cárceles a los enfermos; como hay una misma tendencia en restringir los pern-ñsos,- por una presión social muy fuerte que, sin embargo, a veces es la misma que se pronuncia encomiásticamente en los concedidos en casos como los anteriormente citados, quizá por una mayor comprensión o identificación con unos delitos que con otros. Pero el problema está en que en las prisiones comunes no existen los mismos medios de atención y dedicación que en las que tienen fueros, y que los medios- médicos y hospitalarios de que disponen estos comunes no se encuadran con el elemental respeto al individuo. Si el Defensor del Pueblo se ha pronunciado denunciando la falta de dignidad humana en las salas de urgencia de los hospitales de atención pública, probablemente sus palabras serían infinitamente más duras si conociese la situación de los penitenciarios. Generalmente, los psiquiátricos penitenciarios son cárceles recrudecidas donde los sedantes en cantidades notables y las celdas de aislamiento pueden producir verdaderas situaciones patológicas; sirven para dejar tranquilo al personal mientras se tortura de esta manera al enfermo, o al que termina por serlo. En cambio, se están recusando internamientos públicos o privados en personas de auténtica peligrosidad y que de otra forma permanecen sin tratamiento, en virtud de una deformación de la psiquiatría teórica que produce entusiasmo a los partidarios del ahorro sanitario. Pero esa es otra cuestión.

Las libertades y los permisos de primera página son enteramente suscribibles -y lo han sido, o por lo menos no han sido repudiados por quienes, en su momento, percibieron la grave peligrosidad social y nacional de los que final y dificilmente fueron condenados- a condición de que no se reduzcan a personas con privilegios de clase ni sólo en fechas del calendario cristiano, sino a quienes están en una situación particularmente penosa dentro de unas cárceles a las que hay que humanizar, sanear, higienizar y dignificar.

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