Mujreres de veras y musas desocupadas
En la sociedad del espectáculo en la que vivimos, el discurso crítico y la polémica a cara descubierta se difuminan. La omnipotencia de los soportes y de la autocensura es tan grande que resulta difícil señalar a alguien, algún acto, como escandaloso inmoral o infame. La omnipotencia de los mass media lleva a la homogenización, frena los conflictos de ideas, los absorbe. La denuncia se topa con un muro de goma: la unificación, el achatamiento de las formas y de las respuestas.
Nuestra aldea planetaria posee medios masivos y está protegida por una vigilancia también masiva como aldea del triunfo de la tecnología. ¿La censura? Existe, tan enorme como impalpable. ¿El escándalo? Nada se considera verdaderamente escandaloso y uno sale limpio y blanqueado de los peores escándalos.
La aldea planetaria tiene todos los inconvenientes de la aldea comparada con la ciudad; en una aldea no hay quien publique un panfleto, un ataque duro, porque sería suicida. ¿Quién escribiría hoy en un diario, por ejemplo, una carta abierta que, conforme al uso de los surrealistas, comenzase así: "Señoras y querida basura..."?
Y, sin embargo, hay un envés de las cosas subyacente. No es casual que las palabras perestroika, glasnost -meras señales lingüísticas, traducidas como transparencia y claridad- se hayan convertido en símbolo de una concepción límpida de la política. La relación entre moral y política vuelve a aflorar también cada vez más, perforando el asfalto del conformismo y del silencio. Digámoslo a pesar de todo: los filósofos reintroducen a Hobbes; es "el segundo nacimiento", como ha escrito Le Monde, del analista del Estado Leviatán, a quien Descartes llamaba "el inglés"; pues bien, "el inglés" distinguía entre el orden del conocimiento y el de la realidad; y advertía la existencia de un vacío entre el universo de las palabras y el de las cosas. Como Foucault, que escribía, a propósito de la separación entre lógica y ontología, entre moral y ser, "las palabras y las cosas", donde las primeras no corresponden a las segundas. Y el discurso recubre la moral, la realidad.
Alejado del orden natural, el hombre elabora, como ciego, las leyes de su propio dominio. Y el propio orden jurídico que sustenta las sociedades aparece como una realidad artificiosa, no basada en la moral y ser en la ley, sino en palabras insensatas, aberraciones e, palabrería de comadres deslenguadas. Como hemos podido ver en la grave sentencia de los jueces romanos, que han decidido que la violencia ejercida contra Maria Carla, la joven violada en la plaza Navona, fue "mínima", porque la víctima no se resistió contra tres energúmenos violadores, no sufrió lesiones ni desgarramientos, etcétera. No quiero llegar demasiado lejos diciendo que eso abre la vía a cualquier ignominia, pero con esta distorsión de la ley la violación de una mongólica tampoco tendría un carácter de violencia carnal, sino de acto sexual
Una introducción tan seria acaso parezca desproporcionada al lector para hablar de mi burlona indignación frente a la noticia, publicada en la prensa con impulso coral y apreciación unánime (en concomitancia y coincidencia con la publicación de la aberrante sentencia citada), de un nuevo programa de televisión llamado La Italia de Marta Marzotto. ¿Adónde vamos a parar? En la sociedad del espectáculo es normal que una falsa condesa desocupada, en su falso salón literario, con falsos hombres de la cultura, sea la animadora de un falso espectáculo cultural. ¿Con qué derecho?, preguntará el lector. El único que se vislumbra parece consistir en que la condesa en cuestión fue la inspiradora de nuestro genio pictórico Renato Guttuso (tan es así que la cabecera del programa muestra,, como un Jano bifronte, las dos Martas, la de la foto y la pintada por Guttuso, ¡nuestro Picasso!).
Guttuso, digamos tranquilamente la verdad, fue el artista más glorificado siguiendo consignas de un partido (en su caso, el PCI), según la antigua moral zdanoviana (de Zdanov, teórico de confianza de Stalin), la del intelectual orgánico. No es un Picasso que descompone y violenta las formas del realismo socialista, que para el inmenso artista español es como si no existiera. Nuestro pintor, muy al contrario, se mueve dentro de una lógica de poder, también figurativo, teñido de realismo estaliniano. Ésa es una de las razones, creo, de que la crítica internacional siempre le haya vuelto la espalda y de que París le haya negado incluso un espacio mínimo en las exposiciones de arte contemporáneo. Pero tampoco esto suele decirse.
La Egeria de Guttuso, la doña Marta Marzotto que nos cuenta Italia, tampoco se parece a la viuda de Picasso, a la apasionada y devota Jacqueline. que, en un último y desesperado acto de amor, se suicidó- después de la muerte de su marido, Pablo. Marta Marzotto prospera y le saca rentas a la herencia del maestro. Y aunque su amor fue inmenso (y lo respeto), nunca anduvo muy lejos, así, a ojo, de un gran sentido del negocio. Escuchemos un diálogo, no de Platón, sobre el amor y el hombre célebre y adinerado, entre Marina Ripa y la Marzotto (sacado de un libro, página 65), después de la muerte del maestro. "Usted", escribe Marina, "ha ocupado las páginas de los periódicos con historias de embargos, herencias, falsificaciones, marchantes y amores". "Qué se le va a hacer, Marina", confiesa la Marzotto, "así es la vida. Hemos esperado cultura, hemos saciado el hambre de cultura, hemos follado con la cultura y ahora enterramos a la cultura". ¡Enhorabuena por el refinamiento! ¡Enhorabuena a la Italia vista por Marta Marzotto!
Todo esto carecería de interés para mí -e incluso vacilo ante esta publicidad involuntaria que les hago- si no afectase a algo que considero decisivo para el futuro europeo, es decir, la aportación de nuestra cultura a una civilización ya común.
Es justo preguntarnos si la moda cultural, sin rigor, vigente en Italia, regida por diarios y editores, no exige de mujeres y amantes de asalto una prestación cultural que las convierta en las nuevas protagonistas de la noble palestra literaria.
A los hechos me remito. La mujer de nuestro más famoso novelista se ha lanzado, inmediatamente después de la boda, a escribir un diario deshilvanado, definido "novela" por su editor, con el mérito literario más evidente de 40 años (¿o 50?) menos que su marido. Pero ¿es éste un título cultural? Detrás, chupando rueda, la mujer de un comisario italiano en Bruselas ha publicado no hace mucho un libro de idéntico valor literario, es decir, cero. El volumen, en este caso, está profusamente ilustrado con fotos que muestran a la escritora tumbada desnuda con un enorme pez sobre el cuerpo (receta de la honorable sociedad Cicciolina), mientras que, no lejos de esa foto, aparece otra donde la misma dama, en su calidad de mujer del comisario, está retratada con la seria y culta reina de Espada, doña Soria.
¿Todo es posible, realmente, en la "Italia de Marta Marzotto"? ¡Quizá.' Lo dije, con arrebato, en mi intervención en el encuentro sobre la moral (organizado por las mujeres socialistas de Milán), al hablar de mi indignación frente a la chica violada en el corazón de Roma y tratada como una bestia inmunda por moralistas pervertidos y jueces empelucados. Un escalofrío recorrió las espaldas del público.
Me fui a dormir con este estribillo martilleándome en la cabeza: "¡Somos la Italia de Marta Marzotto!". Una amiga me telefoneó que también ella había pensado en eso toda la noche. Pero estoy harta de la Italia de Marta Marzotto. Harta de la de Carmen, de Marina; es un mundo viejo, superado, falso. Las mujeres italianas son otra cosa. Trabajan, estudian, desarrollan tareas de primer orden. Una hasta es premio Nobel...
Pero en las escuelas todos los chiquillos saben de Marta, de Marina, de Carmen, de Cicciolina, y no sólo ignoran -las estadísticas lo demuestran- la existencia de la señora Bhutto, sino la de Hanna Arendt, Simoine Weil, Virginia Wolf, Marguerite Yourcenar. Por no hablar de los fabulosos personajes femeninos del Evangelio. ¿Cómo educaremos a estas generaciones ante una Europa en la que late un impulso, también cultural, frente a la mítica meta de 1992?
Con estas líneas, escuchando la indignación milanesa de las mujeres, trato sólo de contribuir, aunque sea mínimamente, a dinamitar la sociedad del espectáculo. Con todo el cansancio, sí, y la impotencia que nos asalta a menudo ante un mundo omnipotente, con su gran tejemaneje de los mass media, que propina otras drogas mentales que después encaminan a los jóvenes hacia la droga de verdad.
Traducción Esther Benítez.
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