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¿Por qué se ha equivocado Felipe González?

Los asesores económicos le han inducido a error. Es muy sencillo identificar esos errores, pero, por supuesto, es complejo rectificarlos. En estos momentos de tensión debería ignorar a los que le ofrecen soluciones.Las corrientes más serias del pensamiento actual, desde gentes como Michel Crozier a Habermas, han señalado repetidamente el peligro de recurrir al arsenal de soluciones sin haber profundizado primero en el conocimiento de los fenómenos complejos. La diversidad es creciente porque el coste de la diversidad -gracias a la revolución de las comunicaciones- es decreciente. Pero esto requiere un cúmulo mayor de información y contraste antes de tomar decisiones. El primer peldaño de los mecanismos de decisión social es hoy la acumulación de conocimientos. Concluido este ejercicio, se puede permitir que los tecnócratas aporten después sus soluciones. Pero luego, no antes.

Desde Bruselas, y sin el menor ánimo partidista, sugiero que la sociedad española se mueve impulsada por dos factores que prevalecen sobre todos los demás.

La apertura al exterior y la súbita conexión en tiempo real con la economía global han generado un cambio sin precedentes en las expectativas de propios y extraños. El balance especialmente positivo de esa apertura que anhelábamos muy pocos hace 10 años -enfrentándonos entonces a las presiones y previsiones catastrofistas de la cúpula patronal recién estrenada y de la derecha- es el punto de partida de la situación actual. Es lógico que los ministros de Economía silenciaran sus fundadas sospechas sobre la fragilidad que envuelve las relaciones entre la cantidad de dinero o su precio (los tipos de interés) y los factores de la renta nacional. Es normal que tuvieran la osadía de atribuir inmediata y simplistamente el éxito del saneamiento financiero a su política económica particular. Todos barren para casa, y en política se sigue barriendo frenéticamente aunque no quede ni pizca de polvo.

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En segundo lugar, la sociedad española, tanto como la comunidad internacional en su relación con España, se mueve impulsada por la transformación radical de la izquierda utópica, arisca y amenazante en una alternativa de gobierno organizada, realista y omnipresente. En el activo de la sociedad española figura hoy una alternativa de gobierno consolidada, hasta donde la vista alcance en torno al PSOE, tanto si pierde como si gana las próximas elecciones generales. El presidente Felipe González, y no suministros, fue el principal artífice de la articulación de este activo inconmensurable, como Adolfo Suárez lo fue de la transición política. De ahí arranca el profundo proceso de innovación social que apenas se ha iniciado.

Apertura al exterior donde había cerrazón y aislamiento; creación de una alternativa de gobierno donde sólo había sufrimiento y presión contenida. Éstas son las dos coordenadas del éxito socialista.

El diálogo social habría resultado mucho más fructífero si se hubieran esgrimido esas razones de entrada, y no otras más peregrinas, que han desviado el debate hacia niveles lastimosos de voluntarismo y personalismos.

Si antes de aportar soluciones se hubiera profundizado en el conocimiento de los fenómenos s aciales no habría cobrado curso legal la falsa moneda de una supuesta confrontación entre un Estado moderno y unos sindicatos anacrónicos. ¿Alguien cree de verdad en España que el aparato estatal -la justicia, sanidad, comunicaciones, asistencia social, seguridad, protección del medio ambiente, formación profesional- es más eficaz y moderno que los sindicatos?

Ahora que los españoles andan como japoneses fotografiando el mundo, ¿no valdría acaso la pena que alguien estudiara cómo se fraguan los proyectos colectivos ahí fuera?

Como demuestra la propia consolidación del gran proyecto europeo, se ha hecho de la persuasión moral y del consenso la piedra de toque de las nuevas revoluciones.

Los sindicatos han aceptado que la estabilidad monetaria es un requisito indispensable, en estas sociedades complejas, del crecimiento económico. A cambio de la contención salarial -de eso se trata-, el Estado asume el compromiso de velar por exigencias mínimas de oferta y calidad de sus servicios públicos. Y dado que la garantía y mejora de esas contraprestaciones requiere más tiempo del deseado y están sujetas a limitaciones presupuestarias, el Gobierno abre los cauces de la participación sindical en los mecanismos fundamentales de decisión. Todo ello, junto a una perspectiva clara de crecimiento económico y bienestar.

No obstante, tal vez amparados o influidos por el hálito de la mayoría absoluta, aquí no hubo persuasión moral suficiente ni renuncia a imponer a la otra parte su concepción particular de la política económica. Frente a la contención salarial no cristalizó la contrapartida de una mejora de los servicios públicos que favoreciera a los más débiles. Y no se ha planteado siquiera el análisis comparado de los esquemas de participación sindical. Han fallado, en definitiva, algunas de las componentes básicas del nuevo consenso que cristaliza en la Europa donde España se integra.

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